JESUCRISTO, ESE DESCONOCIDO.



En un modesto hogar de artesanos, según parece oriundos de Nazaret, en el antiguo reino de Israel, en aquella Galilea considerada por Jerusalén como perdida para la ortodoxia, y en la insignificante aldehuela de Belén, fue en las postrimerías del reinado de Herodes donde nació el Mesías esperado.
Tras una estancia en Egipto, provocada, según la tradición, por una persecución del bando antimesiánico, la matanza de inocentes, y donde nada permite seguirle, Jesús pasó su juventud oscuramente en Nazaret, lejos de la lucha de partidos y fuera de las escuelas. Después, guiado como los profetas por el espíritu de Dios, se hizo bautizar en las aguas del Jordán por Juan Bautista, que loaba la penitencia y pronosticaba la próxima venida del Reino de los Cielos. Jesús se retiró al desierto donde sufrió las tentaciones del espíritu maligno. Después del encarcelamiento de San Juan, volvió a Galilea, a lo largo de Genezaret y a Cafarnaum, y predicó como Juan: "Arrepentíos, pues el Reino de los Cielos se acerca". Seguido por algunos pescadores, discípulos de Juan, recorrió Galilea enseñando su doctrinas en las Sinagogas, anunciando el Reino de Dios y, lo mismo que los antiguos profetas, sanando a los enfermos.
Después del sermón de la montaña, su moral queda precisada: "Bienaventurados los pobres de espíritu, los mansos de corazón, los misericordiosos, los pacíficos, los que lloran, y los que padecen hambre y sed de justicia, porque de ellos será el Reino de los Cielos". La inmortalidad del alma se gana no con sacrificios y prácticas de culto, sino con el renunciamiento, la devoción a Dios y la caridad; tales son los fundamentos de la moral cristiana.
Sin duda, Jesús no pretende colocarse fuera de la Ley; recomienda, al contrario, la observancia de todos sus preceptos. Pero, aunque admite la ofrenda en el templo, se aparta de los sacrificios y da a toda su enseñanza una base moral.
Y ésta ya no es específicamente judía, sino universal. El Nazareno no distingue nacionalidades ni siquiera diferentes religiones entre los hombres, declarando que Dios acogerá con más benevolencia al buen samaritano que al judío duro de corazón. Individualista, no sólo considera a los hombres como criaturas iguales ante Dios, sino que profesa la igualdad de sexos, exige la estricta monogamía y la fidelidad conyugal, afirma la indisolución del matrimonio y no admite el repudio de la mujer más que en caso de adulterio.
Su ética no propende a imponerse a las instituciones humanas, las cuales acepta como expresión de la justicia de los hombres, rebasa el derecho, recomienda pagar el mal con bien y amar a los enemigos.
Resulta extraño que la moral de Jesús apenas se preocupe del problema social, tan discutido entonces en el mundo helenístico. Para Él, la moral, lo mismo que la religión, es fundamentalmente individual y puede resumirse en dos preceptos en los cuales están contenidos todos los demás: amaos los unos a los otros, y no hagas al prójimo lo que no quisieras que te hicieran a ti. La virtud, para Jesús, no es una cuestión social sino de conciencia, y lo mismo con la oración, es tanto más eximia cuanto más callada.
Y, es que Jesús menospreciaba las contingencias materiales y no es suya la preocupación por el mañana. En medio de la civilización mercantil de su tiempo, retrae al hombre aislándolo a la primacía de lo espiritual. Como en plena lucha de partidos y guerras civiles, lo reintegra al orden haciéndole escuchar no la voz de la autoridad, sino la de Dios, que oye el fondo de su propio ser.
A las violencias del mundo opone la caridad; el desencadenamiento de las pasiones, la pureza y la castidad, en respuesta a las bacanales y orgías del Imperio Romano. Pero, se mantiene fuera de la ascética, evitando así el pesimismo.
Sus ideas son como un bálsamo; poseen un indefinible encanto que les viene de un profundo ensimismamiento y que las va conduciendo, con simplicidad evangélica, al amor.
Lo que más caracteriza la moral de Jesús es que, yendo hasta sus últimas consecuencias, se alejase totalmente del rencor y del formulismo. Aísla la noción de lo divino decantándola de todo cuanto los hombres han aportado con fómulas y reglas para encubrir el vacío de las conciencias.
Por eso, rechaza Jesús todo dogmatismo. De ahí que no observe que el sábado, porque este día no es observado por el sacerdote en el templo y la Naturaleza es el más grande de todos los templos. El de Jerusalén no es otra cosa para Él que la mansión de las preces, y la autoridad del clero, por muy respetable que sea, no puede sobreponerse a la de la conciencia; es la práctica del bien, y no el dogma, lo que constituye la religión. La voz de Jesús, que sólo unos pocos hombres oyeron, iba a encontrar por todo lo ancho del mundo un eco inmenso.
Y, es que aportaba la conclusión de aquel incansable esfuerzo moral realizado por los hombres desde que se manifestó en Egipto, tres mil años antes con las obras de misericordia. Esta conclusión aparecía en su infinita dulzura, con potencia irresistible, porque se presentaba bajo un aspecto verdaderamente humano, porque se dirigía con universal acento a las condiciones individuales. No pertenecía, en verdad, a culto alguno, no se apoyaba en ninguna creencia interior. Despojaba de todo simbolismo y hasta de toda metafísica, su visión de Dios no iba acompañada de ritos, ni de iniciaciones secretas, ni de dogmas eruditos, sino únicamente de amor. Se ofrecía a los hombres de buena voluntad llamándolos a la fe, a la esperanza y a la caridad.
La Ley judaica, empero, imponía el respeto al dogma. Y la actitud de Jesús apareció como sacrilegio al clero dominador y soberano de aquella pequeña teocracia que era Jerusalén. El Sanedrín, ajustándose a la ley, lo condenó a la pena de muerte. El consejo de Pilatos, gobernador romano que en materia religiosa no disponía de autoridad alguna en Jerusalén, fue inútil dirigirse a los ancianos para que indultaran a Jesús con motivo de la festividad de la Pascua; la ley fue aplicada en todo su rigor y el condenado pereció en la cruz.
Su martirio, después de una vida enteramente dedicada a la paz y al amor, había de asegurar su triunfo al revelar a los hombres su naturaleza mesiánica y, por consiguiente, divina. La idea del dios redentor que informaba todos los misterios paganos iba a enfocar hacia el Mesías y su doctrina de amor el gran ímpetu místico que venía agitando al mundo. Con el imponente drama del Gólgota se anunciaba una era completamente nueva.

Aquí os pongo una serie de imágenes con reflexiones atribuidas a Jesús.









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