viernes, 17 de diciembre de 2010

EL MONJE Y LA PROSTITUTA




En la casa de enfrente vivía una prostituta. Al observar la cantidad de hombres que la visitaban, el monje decidió llamarla:

- Eres una gran pecadora – la reprendió.
- Le faltas el respeto a Dios todos los días, y todas las noches.
- ¿Será posible que no puedas detenerte y reflexionar sobre tu vida después de la muerte?

La pobre mujer quedó muy conmovida con las palabras del monje; con sincero arrepentimiento le oró a Dios, implorando su perdón. También pidió que el Todopoderoso la ayudara a encontrar una nueva manera de ganarse el sustento. Pero no encontró ningún trabajo diferente. Y después de una semana de pasar hambre, volvió a la prostitución.

Pero, cada vez que le entregaba su cuerpo a un extraño, le rezaba al Señor y le pedía perdón. El monje, irritado porque su consejo no había producido ningún efecto, pensó para sí:

- A partir de ahora, y hasta el día de la muerte de esta pecadora, voy a contar cuántos hombres entran en esa casa.

Y desde ese día, no hizo otra cosa que no fuera vigilar la rutina de la prostituta: por cada hombre que entraba, colocaba una piedra en una pila.

Pasado algún tiempo, el monje volvió a llamar a la prostituta y le dijo:

- ¿Ves esta pila?
- Cada piedra representa uno de los pecados mortales que has cometido, aun después de mis advertencias.
- Y ahora te lo vuelvo a decir: ¡cuidado con las malas acciones!

La mujer comenzó a temblar al darse cuenta cómo se iban acumulando sus pecados. Al volver a su casa, derramó lágrimas de sincero arrepentimiento y orando dijo:

- ¡Oh, Señor!
- ¿Cuándo tu misericordia me va a librar de esta miserable vida que llevo?

Su plegaria fue escuchada. Ese mismo día, el ángel de la muerte pasó por su casa y la llevó. Por la voluntad de Dios, el ángel cruzó la calle y también cargó al monje consigo. El alma de la prostituta subió inmediatamente a los Cielos, mientras que los demonios se llevaron al monje al Infierno.

Cuando se cruzaron a mitad de camino, el monje vio lo que estaba ocurriendo y clamó:

- ¡Oh, Señor! ¿Es esta tu justicia?
- Yo, que pasé mi vida en devoción y pobreza, ahora soy llevado al infierno.
- Mientras que esta prostituta, que vivió en constante pecado, está subiendo al cielo.

Al escuchar esto, uno de los ángeles respondió:

- Son siempre justos los designios de Dios.
- Tú creías que el amor de Dios se limitaba a juzgar el comportamiento del prójimo.
- Mientras que llenabas tu corazón con la impureza del pecado ajeno, esta mujer oraba fervorosamente día y noche.
- El alma de ella quedó tan liviana después de llorar, que podemos llevarla hasta el Paraíso.
- Tu alma quedó cargada de piedras y no podemos hacerla subir hasta lo alto.

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EL SILENCIO DE LOS MUERTOS



Desde tiempos inmemoriales los maestros hindúes han insistido en la necesidad de mantenerse conectado con el ángulo de quietud tanto en lo agradable como en lo desagradable. Han exhortado siempre a la ecuanimidad, que es esa energía de claridad que nos permite ser nosotros mismos a pesar de la contingencia y las vicisitudes, ya que en el mundo exterior todo es fluctuante.
El discípulo llevaba meses recibiendo aplicadamente la enseñanza espiritual del mentor. Un día, de repente, el maestro miró a los ojos al discípulo y le dijo:
- Sé como un muerto.
El discípulo se quedó perplejo. No entendía nada.
- No te comprendo, maestro -vaciló- A qué te refieres?
El maestro sonrió. Era la sonrisa del que ha alcanzado la calma profunda.
- Mi muy querido -dijo-, acércate al cementerio más cercano y, con todas las fuerzas de tus jóvenes y vigorosos pulmones, empieza a gritar toda suerte de halagos a los muertos.
Aunque sorprendido, el discípulo siguió las indicaciones del mentor y acudió al cementerio. Comenzó durante varios minutos a gritar halagos a los muertos. Luego regresó ante el maestro, quien le preguntó:
- Qué han respondido los muertos?
- Nada, maestro, no han respondido nada.
- Muy bien. Pues vuelve ahora al cementerio y comienza a proferir insultos contra los muertos.
Así lo hizo el discípulo. Una vez en el cementerio empezó a gritar insultos contra los muertos y luego regresó junto al maestro.
- Qué han respondido los muertos?
- Nada- respondió el discípulo-. Nada en absoluto.
Y el maestro dijo:
- Así tienes que ser tú siempre, como un muerto, o sea, indiferente a los halagos y a los insultos.
El Maestro declara:
Los que hoy te elogian, mañana te pueden insultar; los que hoy te insultan, mañana te pueden halagar. Permanece indiferente a halagos e insultos.


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