AGRESIÓN A UNA ANCIANA EN EL METRO


 No me extraña, con el uso y abuso que de la violencia gerontocrática se hace en la "manosfera", era de prever que un hecho así se produjera tarde o temprano. En ciertas redes sociales se difunden una serie de vídeos en los que se le pregunta a una anciana el nombre y a qué partido político va a votar. Cuando responde diciendo que se llama Charo Charez y que va a votar al PSOE, automáticamente, es estrellada contra la pared, lanzada en camilla por unas escaleras, precipitada al vacío desde una ventana, pisoteada...En fin, la mujer sufre todo tipo de violencia. Algo muy difícil de tolerar, porque son vídeos infames. Dice la prensa que es un magrebí, con problemas mentales. Es irrelevante conocer el origen o nacionalidad de los agresores, es común que la ideología detrás de quienes promueven o ejecutan actos de violencia —ya sea física o digital— en contextos de polarización revela una estructura de pensamiento fundamentada en el reaccionarismo, la misoginia digital y el supremacismo. Este tipo de creencia promueve la agresión y a menudo se basa en el discurso de odio, que deshumaniza y estigmatiza a los grupos objetivo.

Es un tema duro pero necesario de abordar. Comparto con vosotros una crítica social estructurada y directa que relaciona este apaleamiento en el metro con la existencia y difusión de vídeos virales que degradan y atacan a ancianas estereotipadas como “Charos” (y por extensión a quienes votan a cierto partido).

Hemos sido testigos un  caso de Violencia pública y el fallido pacto social de protección a la fragilidad.

La agresión a una mujer de 80 años en la estación de Sol, es una muestra brutal de cómo en espacios públicos puede estallar la violencia física contra las personas más vulnerables. Los hechos fueron grabados y difundidos en medios, y han conmocionado porque rompen el mínimo acuerdo civilizado de proteger a ancianos y ancianas. La cobertura periodística documenta la gravedad del ataque y la detención del agresor.

Experimentamos una Violencia simbólica en redes: el fenómeno de las “Charos” y la vulnerabilización selectiva.

Hay un subgénero en redes que caricaturiza a mujeres mayores llamadas “Charo” como un estereotipo del votante de un partido y, en ocasiones, celebra o trivializa agresiones contra ese estereotipo en clave política o cómica. Esos vídeos y montajes alimentan deshumanización: cuando un grupo social es convertido en parodia o chiste constante, algunos individuos pierden la barrera ética que frena la violencia real contra ellos. Existen publicaciones y contenidos de este tipo en plataformas públicas.

Asistimos a una Normalización mediática y ecos de sensacionalismo

Cuando las agresiones se convierten en “contenido” —títulos llamativos, repeticiones de vídeo, memes— el público lo consume como entretenimiento o prueba de “decadencia social”, en lugar de reflexionar sobre causas estructurales y víctimas. Eso deshumaniza a la persona agredida y tiende a simplificar la narrativa (por ejemplo, centrando el argumento en la nacionalidad o en el antecedente penal del agresor) en lugar de preguntar por fallos sociales más amplios (salud mental, exclusión, inseguridad).

Sufrimos una Polarización política y legitimación de la agresión

La polarización política intensifica el lenguaje del “enemigo”. Tratar a personas mayores (o a cualquier colectivo) como representantes caricaturizados de una opción política facilita el salto desde la burla verbal a la agresión física por parte de actores con conductas violentas o con problemas psicosociales. Aunque no todos los agresores actúan por motivos políticos, el caldo de cultivo ideológico (humillación sostenida, deshumanización en masa) reduce la empatía social. (Análisis socio-político.)

Es un prueba de  la Intersección de edadismo, misoginia y discurso de odio.

Los ataques contra ancianas muchas veces combinan ageismo y misoginia: las mujeres mayores son invisibilizadas socialmente y a la vez objetivadas o ridiculizadas. Esa doble vulnerabilidad las convierte en víctimas frecuentes de abuso, y las redes pueden amplificar esa violencia simbólica hasta que se manifieste físicamente.

Consecuencias sociales y por qué preocuparnos

Erosión de la confianza en lo público

Si las estaciones, plazas y servicios dejan de percibirse como seguros para los mayores, su libertad y autonomía quedan recortadas.

Impunidad cultural

la circulación de vídeos que ridiculizan o muestran violencia puede normalizar la impunidad y reducir la presión social para castigar y prevenir.

Fragmentación democrática

convertir a personas mayores en símbolos de un partido incrementa la fractura social y dificulta el diálogo civilizado.

Qué debería hacerse (respuestas rápidas y practicables)

Protección y atención a la víctima

asistencia médica, acompañamiento jurídico y medidas para evitar la revictimización mediática (control de difusión del vídeo cuando sea posible).

Investigación y enfoque integral

investigar no solo al agresor como individuo sino las condiciones que permiten estos hechos (patrones de reincidencia, recursos sociales, salud mental, control de espacios públicos). 

Moderación y responsabilidad de plataformas

exigir a redes que retiren vídeos que inciten odio o que muestren violencia sin contexto y sin permiso de la víctima; promover etiquetas y desmonetización del contenido que degrade personas. 

Campañas públicas

educación cívica sobre respeto a la vejez y contra el ageismo/misoginia; formación en resolución no violenta y primeros auxilios psicológicos para personal de transporte y ciudadanía.

Discursos políticos responsables:

líderes y medios deben evitar la estigmatización de colectivos y no explotar imágenes violentas por réditos inmediatos.

Conclusión — tono ético y llamado a la acción

No es sólo un “caso” aislado ni un “vídeo viral” para compartir; es un síntoma: la mezcla de deshumanización en redes, discursos políticos polarizados y fallos en protección social. Defender la dignidad de las personas mayores —aunque sean votantes de un partido que no nos guste— es un barómetro de salud democrática. Humillar o violentar a quienes son frágiles no es protesta legítima ni humor inocuo: 

es barbarie social.


Reflexión final — ponerle rostro a lo que duele

Imaginemos por un momento que no es “una anciana”, ni “un caso”, ni un vídeo borroso detenido en un fotograma. Imaginemos que es una mujer con nombre, con una vida entera plegada en los bolsillos del abrigo: la lista de la compra escrita a lápiz, la costumbre de sentarse siempre en el mismo vagón, el recuerdo de un hijo al que llamó esa mañana para decirle que llegaba tarde. Imaginemos el instante en que el suelo del metro deja de ser tránsito y se convierte en miedo; el cuerpo que no entiende por qué, la pregunta muda —¿qué he hecho yo?—, el golpe que no sólo duele en la piel sino en la confianza.

Después llega el ruido. No el del tren, sino el de los teléfonos. El de las opiniones rápidas. El de la risa ajena que no conoce su voz ni su historia. En ese ruido, ella se vuelve un símbolo que no eligió, un insulto que no pronunció, una caricatura política que jamás fue. Y, sin embargo, ella sólo quería llegar a casa.

Humanizar es recordar que la violencia no empieza en el puño, sino cuando dejamos de ver a la persona. Empieza cuando una mujer mayor se convierte en etiqueta; cuando el humor se vuelve desprecio; cuando el desprecio se comparte; cuando lo compartido anestesia la empatía. Y termina —a veces— en una estación, con una caída que nos retrata a todos.

Quizá la respuesta más sencilla y más difícil sea esta: volver a mirarnos. Mirar a las personas mayores no como reliquias ni como banderas, sino como lo que son: vidas en curso. Defenderlas no por afinidad ideológica, sino por humanidad básica. Porque el día que normalizamos que alguien vulnerable sea golpeado —física o simbólicamente—, ese día el golpe nos alcanza también a nosotros, aunque aún no lo notemos.

Que esta mujer no quede reducida a un clip. Que su dolor nos obligue a bajar la voz, a retirar el dedo del botón de “compartir”, a recordar que la dignidad no se negocia. Y que, cuando volvamos a bajar al metro, sepamos que cuidar al más frágil es la forma más simple y más profunda de cuidarnos como sociedad.

Ante un tema tan doloroso y sangrante,  mirar de frente el dolor sin perder humanidad sigue siendo posible. 

Cuando se escribe sobre lo social desde la literatura —no desde el grito ni la consigna— se intenta justamente eso: rescatar a la persona del ruido, devolverle su nombre, su pulso, su dignidad. 

Esto no puede esperar, porque cuando la violencia se cronifica en el paisaje cotidiano deja de ser excepción y pasa a ser síntoma de una falla estructural.

Visualizar el problema de fondo no es recrearse en el morbo, sino forzar a las instituciones a mirar donde a veces prefieren no mirar:

que existe una desprotección real de las personas mayores en el espacio público,

que la violencia simbólica en redes no es inocua y acaba filtrándose a la calle,

que la impunidad social y digital precede muchas veces a la agresión física,

y que la polarización convierte a personas concretas en dianas abstractas.

Cuando una anciana puede ser golpeada en pleno centro, a plena luz, y el debate se diluye en ruido, bromas o trincheras ideológicas, el mensaje implícito es devastador: nadie es intocable. Y eso erosiona la convivencia más rápido que cualquier crisis económica.

Las instituciones deben actuar ya, no con declaraciones rituales, sino con medidas visibles y coordinadas: protección, prevención, retirada de contenidos que fomenten el odio, presencia efectiva en el transporte, y un discurso público claro que marque límites éticos. Porque lo que no se nombra con claridad no se corrige, y lo que se tolera acaba repitiéndose.

Hacer visible el problema no es exagerar ni alarmar: es cumplir una función cívica esencial. La urgencia no es retórica; es moral. Y cada día que pasa sin respuesta firme es un día en el que alguien vulnerable vuelve a bajar al metro con miedo.


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