LA MUJER DEL AGUA





Cuenta la leyenda que, en lo más profundo del Montseny, en Can Prat, existía un amo poderoso que gobernaba con inteligencia tierras y rebaños.

Can Prat era una casa antigua que se encontraba en el corazón del Montseny y que tenía más de quinientas hectáreas de bosque y ciento noventa de tierras de cultivo y prados húmedos. En aquella época, además, se pensaba que existían 12 pequeñas masías , y toda la montaña poseía un total de siete renteros habitados por buena gente del campo.
Al dueño de Can Prat se le antojaba, a veces, caminar por los robledales. Conocía el significado del viento al rozar la copa de los chopos.

Al atardecer se oía los ladridos de los perros entre los alcornoques y las encinas, o el sonido de los cascabeles que acompañaba al ganado que se dirigía hacia el cercado. Era un hombre que disfrutaba caminando por la montaña; a menudo se le hacía de noche lejos de los dos cerros que lindaban con su propiedad y seguía subiendo montaña arriba bajo un cielo tormentoso, por senderos y veredas hasta los alrededores de la Vall de Santa Fe, donde se encontraba la gran penumbra.

Un día, en uno de estos paseos de atardecer, el dueño de Can Prat llegó a orillas del Gorg Negre, allí donde las aguas son más profundas, cuando ya era la medianoche de un plenilunio total y clarísimo. La poza estaba quieta y exánime. Ni una pizca de aire entre las ramas de los juncos. Ni un susurro de animal. Ni una centella que no fuera el esplendor del astro nocturno que señoreaba en el cielo. Había algo pesaroso y extraño en el ambiente y, sintiendo el cansancio en las piernas, el dueño de Can Prat se sentó al lado del agua, sobre una piedra inclinada. Entonces, de manera confusa, y después nítida y precisa, apareció medio sumergida en el líquido de la poza, la figura maravillosa de una mujer desnuda que, lenta y ensimismada, se peinaba la melena, rubia como el oro, con un peine deslumbrante. El dueño de Can Prat no había visto nunca una perfección semejante, tampoco hay palabras para describirla. Ningún hombre podría haberse resistido ante tal belleza.

Lentamente, la mujer, con los brazos levantados, se peinaba mientras, bajito, iba cantando no sé que extraña melodía. ¡Y los ojos!: verdísimos, suaves y dóciles, pero lejanos, lejanos como si todavía pudieran ver al final del bosque, un país de seguras y perfectas formas.

De repente, la mujer lo miró fijamente y, en aquel preciso instante, él comprendió que ya la amaba como nunca había amado a nadie y que su destino quedaba unido al de ella, sin remedio. Y era deseo y era contemplación, voluntad, orgullo y audacia lo que sentía admirando aquella cara adorable y el cuerpo provocador.

El dueño de Can Prat le preguntó cómo se llamaba, pero la mujer, sin dejar de mirarlo, no contestó. Y dice la leyenda que, durante un buen rato, el hombre le iba haciendo preguntas y ella tan sólo le observaba con sus ojos de esmeralda.
La joven seguía sin articular palabra, pero al final, llegó un momento en el que, tímida y tranquila, explicó que era una criatura del río, no mortal, pero tampoco inmortal y que obedecía una ley de vida y costumbres muy diferentes a las de los humanos; que su abrazo en aquel lugar profundo era peligroso porque acostumbraba a ahogar a los hombres que en noches de luna llena querían conseguirla. También se cuenta que la voz de la mujer vibraba como el sonido de una campana marina y que su acento recodaba modulaciones de otro mundo, quizá de aquel que algunos han conocido en una existencia feliz y primitiva.

Fueron palabras de amor lo de aquella noche singular. El hombre, prisionero del lugar y de la hora, pidió a la ninfa, con insistencia, que aceptara ser su esposa y le ofreció compartir su casa, la tierra y la riqueza que él tenia por toda la región, como prenda de su voluntad. Ella, pero tenia miedo de dejar la soñolienta protección del lugar donde había sido engendrada y aventurarse en una nueva vida que desconocía totalmente. Había oído hablar de la inconstancia de los humanos, de sus desequilibrios y rudeza, de la codicia alborotada.

Pero aún y así, aquella mujer de agua también estaba cansada de la fría realidad de su medio vital y, por otro lado sentía que el hombre robusto que tenía ante sus ojos le gustaba mucho. Así que decidió contraer matrimonio bajo la promesa de que jamás,bajo ninguna circunstancia ni razón, él le recordaría, ni en público ni en privado, el origen fluvial del que ella procedía ni tampoco se mofaría con palabras ni expresiones con respecto a su persona.

Y fue así –según cuentan- que la mujer de agua se convirtió en señora y ama de Can Prat, legítima esposa y amante, educada consejera, dispuesta y respetada propietaria, junto con su marido, y que hizo aumentar aún más el poder de la familia hasta el punto que el nombre Prat de Gualba, resultó altamente considerado en el palacio del mismo Conde de Barcelona. Y más allá del Mediterráneo, en todas las tierras, islas y consulados de Cataluña. Fruto del matrimonio nacieron dos hijos, un niño y una niña, ambos guardaban gran parecido en el semblante con su madre y crecían altos y fuertes en mitad de todo aquel clima de bienestar. Pasaron los años. Después del calor, con sus cosechas, llegaba el otoño rojo y más tarde el invierno silbante y a todas horas humeaba la chimenea de la casa de Can Prat. Cuando llegaba la primavera sorprendía con el vuelo de algunas aves y el matrimonio enamorado y cogidos de la mano contemplaban con placer los grandes saltos de agua del Gorg Negre.

Pero no todo era felicidad en la vida de los señores de Can Prat ya que en La Penya Negra al otro lado de la plana, anidaba un dios mezquino que esperaba con anhelo que pronto llegase la desgracia a los dominios de Can Prat: un genio maligno del bosque, sin nombre ni aspecto conocido, promotor de fechorías de todo tipo y creador de los diablos que habitaban dentro de las aguas siniestras; se convirtió en la causa de la desgracia que estaba a punto de producirse.

Así es que un mal día, cuando el dueño de Can Prat y su mujer medían una buena tierra que debía ser preparada, empezaron a discutir sobre el cultivo que allí sería más adecuado. Le parecía al señor que sería bueno sembrar trigo de candeal, porque es fácil de arrancar y muy valioso en el mercado. La mujer, en cambio, argumentaba en contra y decía que el terreno no era propicio y que, a su parecer, el maíz con sus mazorcas convenía mucho más. Los diferentes motivos del uno y de la otra fueron subiendo de tono hasta el punto que el marido, enfadado, lleno de vehemencia y olvidando el juramento que había hecho ya hacía años, increpó a la esposa con gritos que retumbaron por las montañas y cerros recriminándole que, al fin y al cabo, poco podía entender sobre el asunto ya que ella procedía del agua del río. Nada más pronunciar las terribles palabras se arrepentió; pero, ¿quién puede borrar una palabra funesta? El mal ya estaba hecho. La desgracia llegó, y el hechizo desapareció.

La mujer de agua, al oír las palabras prohibidas, huyó rápidamente hacia la hondonada del Gorg Negre, sin que el amo de Can Prat pudiera detenerla. Corría y corría como si estuviera poseída hasta que desapareció. Él, decaído y sin fuerzas se fue hacia la casa, mientras desde la coma de Morou hasta el Turó d’en Berenguer Mort, el cielo de llenaba de nubes furiosas.

Se dice, que el dueño de Can Prat, nunca volvió a ver a su mujer; que alto y varonil como era, muchas veces a lo largo del día, se dirigía hacia la poza y la llamaba, que hizo sortilegios y promesas a las divinidades que gobiernan ese lugar, sin ningún resultado, que iba y venía frenético de la casa a la poza y de la poza a la casa, haciendo y deshaciendo el camino, llorando como un niño, intentado descubrirla cuando ella no se lo esperara, que se pasaba horas y horas en una ventana de poniente de su masía, vigilando el lugar por donde había huido y que, de noche, cuando había luna llena, quería salir de la casa para encontrarla en la ribera del estanque pero, cada vez que lo intentaba, le entraba mucho sueño y caía, como cae un cuerpo muerto, encima del escalón del hogar y se dormía profundamente hasta el alba.

Cuenta la leyenda que la mujer, cuando el amo invadido por aquella postración no podía darse cuenta, entraba con cautela a la masía, iba a la habitación de sus hijos y los acariciaba y besaba dulcemente, se quedaba un buen rato, de pie, y solícita les cantaba una canción y que, antes de marcharse, dejaba caer unas lágrimas brillantes sobre la gran mesa de castaño del comedor. Lágrimas que a la mañana siguiente aparecían convertidas en rarísimas perlas de gran valor. El dueño de Can Prat las recogía asustado, sin saber su origen. Así fue como a pesar de la tragedia la casa se enriqueció, aún más, durante mucho tiempo.










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