martes, 16 de agosto de 2011
LOS PEREGRINOS DE LAS TINIEBLAS XIV
El hombre huye despavorido, dando grandes zancadas, recogiéndose los faldones de su mísero hábito en la carrera. Asustado sabe que si le dan alcance no escapará a la muerte. Las piedras pasan a escasos centímetros de su cabeza y más de una ha impactado contra su cuerpo, ahora corre intentando evitar estos certeros proyectiles, pues uno le ha abierto una brecha en el cogote y unos hilillos de sangre comienzan a deslizarse por su cuello.
Los falsos peregrinos y su protegida, contemplan la escena llenos de estupor, son incapaces de reaccionar ante la furia desatada de los aldeanos que van acortando peligrosamente la distancia que les separa del desdichado visionario. Cuando finalmente le dan alcance se arrojan sobre el pobre desgraciado. Los viajeros sólo tienen ante sus ojos una inmensa mole humana que cubre totalmente a su presa. Y, sin pensarlo, dos veces, la abadesa comienza a correr como poseída por alguna vieja deidad del bosque y sus compañeros de viaje la contemplan estupefactos. Eugene es sin lugar a dudas descendiente de “Macha, la pelirroja” la que corre con los caballos. La mujer es veloz y sus compañeros no la alcanzan fácilmente, cuando llega finalmente hasta la mole humana que oculta al pobre visionario, lanza un fuerte alarido que sobresalta a todas las criaturas del bosque que, en ese momento se encuentran por los alrededores, de una rama cercana, un grupo de gorriones levanta el vuelo con premura, y unas traviesas ardillas que se encontraban recolectando bellotas trepan por el tronco de un árbol cercano. Eugene, la abadesa, vuelve a lanzar otro grito, un alarido atroz y terrible que sobresalta y atrae la atención de los enfurecidos aldeanos que la miran con recelo. La mujer no contenta con la reacción de los hombres, ya que parece que no quieren abandonar a su aterrorizada presa, se acerca con rapidez levantando una pierna y girando bruscamente la espalda, la mujer siente el fuerte impacto de la punta de su pie, una y otra vez, en el pecho de un hombre, buscando atemorizar al resto del grupo, pero los aldeanos no ven a una guerrera, sino a una mujer que creen vulnerable, y reaccionan con sarcasmo y ataques a su condición femenina, se le acerca el primer “valiente”, pero Eugene no está desprevenida y lo recibe con dos fuertes puñetazos que casi quiebran la cabeza del hombre que osa atacarla. Para evitar otro ataque, coge carrerilla y dando un gran salto, casi mortal, comienza a moverse por el aire, para aterrizar a gran velocidad sobre las dos piernas, se levanta rápidamente y doblando su cuerpo por la cintura apoya la cabeza y las manos en el suelo, extiende sus piernas hacia arriba y abriéndolas todo lo que puede abrirse de piernas una mujer, se da impulso y comienza a dar una serie de vueltas con la intención de abatir a todo aquél que intente acercarse, la mujer pega la barbilla al suelo y gira y gira en un torbellino, que repele a todo aquél que intenta acercarse, hace alarde de una agresividad que no deja títere con cabeza.
Los peregrinos más que extrañados, perplejos, ante el ardid guerrero de la monja asisten pasivos al desarrollo de la acción, pero la mirada colérica que les dirige la mujer incitándoles a intervenir, les obliga a entrar en acción y echando mano a sus espadas se acercan presurosos dispuestos al ataque, pero los aldeanos ya han reaccionado, abandonan su presa y se dispersan por todas partes, unos en dirección a la aldea y otros buscando la protección del bosque.
Cuando se acercan hasta los restos de lo que queda del pobre hombre comprenden que, a pesar de las lesiones y heridas que hay por todo su cuerpo todavía conserva la vida, es más, un hilo de vida, una vida preciosa que se va apagando como una vela. Su rostro es apenas un amasijo sanguinolento. La piel desgarrada o aplastada, apenas unos colgajos, y donde antes estaba la nariz ahora se contempla un total destrozo, apenas unos orificios sangrientos justo encima de la boca, casi borrada. Sólo le recubre el rostro la sangre que va empapando el suelo, se le escapa la vida y finalmente muere.
– Pobrecillo, –dice Sara- no podemos hacer nada por él.
– Estos fanáticos han acabado con él – le responde Hugo, acercándose y acariciándole la cabeza con ternura.
– Sólo podemos ocultar su cuerpo ya que tampoco podemos enterrarlo, ya que carecemos de herramientas. – Añade Eugene.
Recomponen un poco el cuerpo y buscando unas piedras y unas hojas secas improvisan un entierro, y confeccionan una tosca cruz con dos ramas.
Eugene ofrece un responso por el alma del pobre desgraciado y cuando extiende sus manos hacia el montón de piedras y hojas se oye una vocecita llorosa que les llega como amortiguada.
Sara busca con la mirada de donde procede la voz lastimera, y de pronto sus ojos dan con una niña desvalida que inclina su cuerpo sacudido por el llanto sobre el cuerpo de un hombre joven que yace bocarriba en el suelo, con los ojos en blanco y con la boca llena de espuma presa de unos movimientos convulsivos. La monja cuando ve los síntomas, reconoce la enfermedad y trata de poner remedio cogiendo el trozo de una rama e introduciéndola con cuidado dentro de la boca del joven.
– Padece el “mal “ con esto impediremos que se ahogue con su lengua.
Sara se acerca con cuidado hasta donde se encuentra la niña y lo primero que ve son unos inmensos ojos grises, casi azules, son los ojos más raros que ha visto nunca, profundos y sombreados por unas espesas pestañas, morena y con el cabello enredado, las lágrimas trazan surcos sobre sus mejillas cenicientas. Es una criatura pequeña que muestra una total indefensión. En ese momento, trata de despertar al joven sacudiéndolo, pero no despierta de su letargo y la niña se desespera. Cuando ya comienza un llanto descontrolado de desesperación, se acercan hasta ella los falsos peregrinos, pero se asusta y llora con más fuerza. Trata de escapar aterrorizada, pero Eugene sale corriendo detrás de la pequeña y la alcanza sin problemas, con suavidad. Tras los intentos fallidos de resistencia que opone la niña, la dulzura de la abadesa la va dejando más tranquila y calmada.
-Tranquila, pequeña-le susurra la mujer al oído mientras alisa los encrespados cabellos de la pequeña, y con suavidad la acaricia mientras trata de calmar a la aterrorizada criatura- que no te vamos a hacer daño.
Cuando la niña comprende que la mujer no es una amenaza deja de debatirse y se deja coger de la mano, pero sigue mirando con recelo a la mujer. La chiquilla debe tener unos diez años, pero una inmensa tristeza inunda sus facciones y un silencio enfermizo sella sus labios.
Contempla al muchacho y vuelve a llorar, pero en ese momento el joven se recupera de su inconsciencia. Exhausto y desfallecido por la virulencia del ataque sufrido, se recupera lentamente.
El joven, una vez pasada la crisis, se medio incorpora contra la pared, medio derruida de una casa, devorada por la yedra. Y, dirige una mirada extraviada hacia las personas que le miran, con una rara expresión en el rostro. Y, queda preso de la intensa mirada gris de la joven….
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