LOS PEREGRINOS DE LAS TINIEBLAS XII

Ha llegado por fin el día y con él se han esfumado todos los terrores de la noche. El día ha amanecido radiante y hermoso, de las brumas nocturnas no queda ni rastro. Pero, nuestros amigos se muestran dubitativos con respecto a permanecer más tiempo del necesario en el pueblo abandonado. Todo lo sucedido durante la noche ha aclarado parte del misterio que rodea al lugar y parece ser que ha sufrido el triste destino que le depara a todo aquel que se deja llevar por la codicia y la avaricia.

Tras reponer fuerzas con el insignificante desayuno que constaba de unos mendrugos de pan y un poco de queso rancio, reanudan el viaje hacia el Norte. Dejan atrás los edificios abandonados y tristemente marcados por la sangre y la maldición. A plena luz del día el lugar no parece tan tenebroso, y casi puede apreciarse la belleza que irradia el lugar. Las casas con sus viejos entramados de madera aparecen embellecidas por la serena gracia que les otorgan las perfumadas madreselvas, casi florecidas por el milagro de la primavera. Se alejan, pero no pueden resistir la tentación de adentrarse en la iglesia maltrecha por una violencia nacida del odio y la intransigencia.

La desolación domina en el interior de la iglesia profanada. Acceden a una de las naves laterales y descubren en los camarines de los santos a unas figuras esculpidas en piedra que les han sido cercenados los dedos y, en algunos casos, las manos. Han decapitado a algunos santos y al final como colofón al supremo sacrilegio han esparcido los restos de una escultura, que representa a Jesucristo yacente, sobre el Altar mayor.



La visión de la blasfemia se materializa por todas partes, símbolos demoníacos aparecen representados en los pocos vitrales que han resistido el feroz ataque. Contemplan horrorizados el número 666 tan fatídico y nefasto a la vez, identificado con la marca de la Bestia. Los peregrinos no han visto una cosa igual, una devastación tan abominable y se persignan con apresuramiento y congoja, porque el hombre en las situaciones más adversas, aquellas en las que se sienten indefensos, siempre recurren a la fe, pues ven la presencia del maligno mencionada en el Apocalipsis.



Lentamente se acercan hasta una tumba que hay en el suelo y con horror contemplan que se encuentra abierta y los restos humanos que existen en su interior, apenas una noble calavera y algún que otro hueso descarnado, completamente diseminados por los alrededores de la sacristía. Comprenden que son los restos de una mujer ya que algún que otro cabello resiste el paso del tiempo extrañamente pegado al cráneo .

Hugo se adentra en el interior del sepulcro, negro como la boca de un lobo, desciende por una empinada y desgastada escalera, con unos escalones, excesivamente, erosionados por el paso del tiempo. El moho que se adhiere a la piedra puede provocar algún que otro resbalón entre los viajeros. Siguen al maduro caballero el resto de sus compañeros, no, sin cierto recelo. Comprueban que se encuentran en el interior de un panteón ya que se observan seis catafalcos, cuatro de piedra, profanados, con las losas de piedra, que cubre los sepulcros, reventadas; y dos de increíble valor, herméticamente cerrados, indicio de que se encuentran en el último reposo de algún personaje influyente de la región. La estancia es irrespirable y el ambiente opresivo, un olor nauseabundo fruto del largo encierro y la muerte impregna las fosas nasales de los falsos peregrinos. Las telarañas que dominan el techo y que ya invaden el recinto mortuorio se abalanzan sobre los rostros de los hombres creando una desagradable sensación que tratan de apartar a base de violentos manotazos.

Un débil rayo de luz se desliza por el interior de la sepultura, creando una atmósfera irreal, e incide en uno de los laterales de uno de los catafalcos y Hugo descubre unos signos representados en la superficie iluminada.

-Mirad, aquí hay algo escrito… Vamos a tener que iluminar esta estancia para tratar de interpretar lo que hay escrito… . Dice mientras su mano se desliza sobre la fría superficie de la piedra, tratando de descifrar el secreto significado de esos extraños signos.

Con la pequeña antorcha que la abadesa le ha proporcionado, ilumina tenuemente la estancia mortuoria, una luz irreal revela los misterios guardados durante largos años de soledad y silencio, pero la magnificencia del lugar sobrecoge a los falsos peregrinos. Los catafalcos que allí reposan son de un extraño material que los viajeros desconocen, pero que deja sorprendido a Hugo cuando roza con su mano la fría y lisa superficie del objeto, con incrustaciones de piedras preciosas. Tanto lujo y riqueza en una tumba, extraña a los hombres y cuando sienten el tacto frío, casi gélido de las piedras, experimentan una extraña opresión en el pecho que les impide respirar.

Hugo trata de retener el sentido de las palabras que hay escritas en los catafalcos, y descubre que están en latín, trata de retenerlas en su memoria y entonces piensa recurrir a la Abadesa que seguro sabrá traducir el texto.

– A CANE MUTO ET AQUA SILENTE CAVE TIBI.

– AD ASTRA PER ASPERA.

– AB INSOMNE NON CUSTITA DRACONE.

Hugo absorto, medita en silencio, que si estas palabras se encuentran escritas en latín es porque el mensaje que encierran no está destinado a que sea descubierto por cualquiera. Piensa que esconden un secreto encriptado dirigido a alguien en concreto, que debe tener en su poder la clave para su interpretación.

-¡Callad,… escuchad, un momento…!!! Exclama Andrés, tratando de llamar la atención de sus compañeros.

– ¡No toquéis lo prohibido…!!!. ¡NO TOQUÉIS LO PROHIBIDO!!!. Son unas voces aterradoramente familiares para los falsos peregrinos que se perciben todavía muy lejanas y como atenuadas, pero que horrorizan a los hombres y les eriza el vello del cuerpo.

– ¡Por Dios, los muertos otra vez!. Exclama Gondemar, dominado por un terror que casi le nubla la razón.

– Tenemos que salir de aquí antes de que lleguen esos engendros. – Exclama Hugo totalmente fuera de sí.

-¡NO TOQUÉIS LO PROHIBIDO…! -Ahora, las voces suenan más terroríficamente cerca, para horror de los falsos peregrinos

-¡Tenemos que huir lo antes posible.! -Grita Hugo a sus compañeros, pero antes de que concluya su petición, ellos ya empiezan a abandonar el lugar presos de un loco frenesí de pánico, que les lleva a tratar de salir atropelladamente del cubículo con tan mala fortuna que todos se quedan encajados en el umbral del sepulcro. Hugo contempla la escena y no puede dejar de sonreír ante la escena que protagonizan sus amigos y sin pensarlo demasiado les propina en las posaderas un violento empellón que tiene la virtud de despejar la salida y el maduro templario se pregunta, mentalmente, ¿cómo es posible que esa pandilla de inútiles haya estado en las cruzadas?. El pánico ante el peligro que se acerca impide que su sentido del humor haga acto de aparición. Y, antes de responder a las mujeres que ya empiezan a inquietarse por el ruido que brota del interior de la sepultura y esperan impacientes que sus compañeros abandonen la tumba. Pero, los peregrinos salen a la carrera en busca de la salida, tratando de huir de los muertos amenazantes y sin pensar en nadie.

Andrés cae de bruces sobre las losas del pavimento de la iglesia y cuando se da la vuelta maltrecho y dirige su vaga mirada hacia el cielo buscando clemencia divina y descubre con horror las terribles palabras que hay escritas en el techo abovedado de la iglesia, muy conocidas, grabadas en sangre y que tratan de una de las Profecías más famosas del Apocalipsis:

… “Aquí hay sabiduría. El que tiene entendimiento, cuente el número de la Bestia, pues es número de hombre. Y su número es el seiscientos sesenta y seis.

Ha caído la gran Babilonia, y se ha hecho habitación de demonios y guarida de todo espíritu inmundo, y albergue de toda ave inmunda y aborrecible”…

Después pasea la mirada por el horror apocalíptico que ha tenido lugar en el recinto religioso y comprende muchas cosas, sabe porque el pequeño pueblo ha sufrido un ataque tan sangriento y también comienza a pensar que es posible que las profecías que se mencionan en la Biblia sean veraces.

Se levanta con apresuramiento y se dirige hacia la salida como si le persiguiese el mismo demonio. Las mujeres, paralizadas, no acaban de comprender lo que está ocurriendo.

- ¿Qué pasa, porque corren …? Pregunta intrigada la abadesa, mirando directamente a Sara como tratando de aclarar sus dudas, pero sólo recibe un encogimiento de hombros por parte de la joven. Al final, deciden seguir a sus compañeros.

Ya fuera del recinto religioso, los peregrinos parecen que se han recuperado del susto y tratan de dar respuestas a las mujeres, que, atónitas escuchan y comprenden que su destino aparece ligado a esas almas en pena.

Los falsos peregrinos se adentran nuevamente en el bosque, camino de su destino.

                                                             ****

Mientras tanto, a varios kilómetros de distancia de nuestros amigos, una figura de elevada estatura, envuelta en una negra mortaja, con capucha, se mueve con paso enérgico y observa desde cerca la escuadra que se halla fondeando sobre las aguas del viejo puerto de La Rochelle. Contempla con interés como navega y fondea sobre la pequeña media luna del muelle. Los grandes Galeones resisten la acometida del viento y la escuadra de pequeñas galeras, con más de treinta remos por banda se orientan hacia la naciente ciudad presidida por la impresionante torre del reloj.

La claridad del día reverbera en los viejos puentes de proa de las naves marinas y crea reflejos dorados. El extraño personaje contempla como se hinchan la velas con el viento y como se mueve el Galeón a merced de las corrientes marinas.

Atrae la atención del siniestro personaje un bajel que tiene el casco pintado de negro y que refleja en su estructura los estragos del paso del tiempo. El deterioro de la nave no parece importar a este hombre cuyo rostro, de facciones angulosas, no exentas de atractivo, no refleja ninguna emoción al contemplar la nave imponente desde las profundidades de su capucha. Una fría sonrisa que no llega a los ojos se dibuja en su rostro cuando descubre el nombre que se lee en la parte inferior del navío: “Legión”. Y, es que ya ha realizado su elección.

Mira con desagrado el infernal trasiego que agita la vida del muelle, la azarosa vida de los seres que lo habitan. Gatos y perros callejeros olisquean entre los desperdicios que se acumulan entre los rincones, se acercan con recelo hasta el hombre misterioso que, totalmente ajeno a cuanto le rodea. No ha reparado en el gato que con una clara actitud desafiante le corta el paso, parado a unos pasos de donde se encuentra, arqueando el lomo. El hombre contempla la beligerancia manifiesta del gato y responde, deteniéndose, bruscamente, e inclinando la cabeza con rigidez, le dirige al gato un bufido que tiene la facultad de de acobardarlo ya que retrocede sobre sus patas traseras, y el perro le imita agachando las orejas, con el rabo entre las patas. Cuando se ve libre de los animales el hombre medita unos instantes, situado al pie de la imponente embarcación. Situada bajo el bauprés se observa, sobresaliendo sobre el muelle, el mascarón de proa. Se trata de una figura toscamente tallada, una escultura de madera que representa a una criatura demoníaca, con una expresión maligna en el rostro. El hombre oscuro sonríe, pero la frialdad no abandona la expresión de su rostro. Entre el bajel y el muelle se extiende una empinada tabla de madera que dado su estado, parece desafiar las leyes de la gravedad.

El extraño individuo recoge el vuelo de su capa y con la cabeza erguida se dirige a la precaria rampa para iniciar el ascenso, cuando los pies notan las deslizantes tablas de madera como empiezan a moverse, el hombre teme acabar entre las frías aguas del puerto de La Rochelle y se agarra con fuerza a las cuerdas de la barandilla y a grandes zancadas salva el desnivel que le separa de tierra firme. Cuando se encuentra en la cubierta del barco se tropieza con un hombre que debe de ser el Capitán de la nave, que luce unos pantalones de sarga que le llegan hasta media pierna, unas botas muy resistentes de cuero, una larga casaca de cuero negro y una camisa de lino, abierta en el cuello, un sombrero de ala ancha que le cubre el rostro completan su estrafalario atuendo y en el pecho luce una extraña cruz cuyos reflejos dorados dañan la retina del extraño individuo.

-¿Qué es lo que hacéis, no podéis estar aquí?. La sorpresa domina las palabras del marino, cuando descubre la presencia del intruso que se pasea con total libertad por la cubierta de la nave.

– Sólo pretendo hablar con el dueño del barco, para proponerle un negocio.- Le contesta y sus palabras suenan de manera extraña en la soledad de la cubierta.

– El dueño del bajel no se encuentra ahora en el navío, pero en estos momentos yo soy su máximo representante y puede hablar conmigo si así lo desea.

– Bueno, pues para empezar… – dice mientras agarra, furiosamente, la pequeña cruz, que el hombre lleva alrededor del cuello, arrojándola con violencia hacia las frías aguas . – Es que ya me estaba poniendo nervioso, esta maldita crucecita…

– ¡Pero, bueno que hacéis, cómo os atrevéis…! Pero, el pobre marino apenas puede concluir su frase porque antes de que se dé cuenta sigue el mismo destino que su cruz ya que el individuo agarrándolo por los hombros y en un alarde de fuerza casi inhumana le lanza fuera de borda. El hombre cae chapoteando y vociferando en las frías agua del océano y por el peso de las ropas que lleva, no tarda en ser engullido por las profundidades marinas.

– ¡Bueno, trato resuelto…!. Dice con una sonrisa que sólo se queda en una triste mueca que revela toda la maldad que encierra su alma.

– Después de todo, tampoco ha sido tan difícil como creía… Piensa en voz alta el extraño personaje encapuchado.

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