LOS PEREGRINOS DE LAS TINIEBLAS XI



Cesa la tormenta y llega la calma, pero en el interior de la casa, los peregrinos tardan aún en recuperarse de la impresión. Cuando se cercioran de que ha finalizado el ataque se arman de valor y salen al exterior. La sorpresa por lo que están viendo casi les deja sin aliento, de la niebla no queda ni rastro, y el frío ha desaparecido, el aire les ofrece una tibieza reconfortante. Contemplan el cielo estrellado y su belleza casi les deja sin aliento. Dirigen la mirada hacia el tejado, esperando encontrarlo destrozado a causa del ataque de los espectros, pero no, tan sólo un alero aparece desgajado y golpetea contra la pared de la casa. El caballo permanece sosegado, si las presencias fantasmales le han causado alguna alteración en la conducta, nadie lo diría. Los hombres otean en todas direcciones tratando de encontrar al merodeador, pero nadie se encuentra por las inmediaciones del lugar.



Finalmente, deciden que todo ha terminado y optan por regresar al interior de la vivienda, tratando de asimilar la experiencia vivida o de encontrarle algún sentido a lo que acaba de ocurrir.

Los hombres explican a sus compañeros qué es lo que han visto, relatan la fantasmal cabalgata nocturna de los jinetes espectrales, un grupo de muertos, terroríficos seres, criaturas de raídos harapos y fantasmagórica carne, cuya voz sobrenatural, procedente de otra dimensión, hiela la sangre en las venas. Han aparecido comandados por una pareja de cadáveres descarnados montada a caballo, presumiblemente un hombre y una mujer. Jinetes espectrales con las cuencas de los ojos vacíos, envueltos en un sudario de niebla y que arrastran tras de sí una cohorte infernal de criaturas del averno sedientas de odio y venganza. Jinetes muertos que deambulan vacilantes entre la niebla de una noche sin fin. Jinetes intangibles que no puede ser dañados y que están condenados a vivir eternamente. Al final, tan sólo ha sido un negro huracán que ha desaparecido en la nada misteriosamente.

– Ahora recuerdo –dice la abadesa, todavía sobrecogida con la narración de los templarios- que hace ya algún tiempo, mucho antes del incendio y que tuviésemos que recluirnos en vida, llegó hasta nuestra abadía un peregrino que, en aquel momento, creímos enloquecido, por las cosas que explicaba. Decía que habían sufrido el ataque feroz de unos espectros que les decían que, “no tocaran lo prohibido”. Por eso cuando les he oído, me he acordado de aquel pobre desgraciado, ya que hablaba de que su alma estaba condenada. No le hicimos ningún caso, por lo incongruente que resultaba.

Sin embargo nos relató un hecho que tenía relación con esta historia y que trataba sobre un noble y su esposa de Ultramar.

En uno de los muchos viajes que acostumbraban a realizar los templarios hacia el “Nuevo Mundo”, –sigue diciendo la abadesa-, un noble que acostumbraba a sufragar sus viajes decidió unirse a la expedición y marchó junto a ellos a ultramar. Allí conoció a una princesa indígena, una belleza exótica de la que no tardó en enamorarse profundamente. El padre de la joven, consintió en la unión de la pareja y, además de contribuir con una sustanciosa dote, le ofreció una guardia personal para que se encargara de proteger a la princesa y custodiar la gran dote. Cuando la expedición y los novios llegaron a Francia con el tesoro de incalculable valor en su poder, se alojaron en un castillo de los alrededores, propiedad de los antepasados del conde. La gran fortuna de la pareja pronto se convirtió en un rumor que no tardó en extenderse por la región y atrajo la codicia de personajes con pocos escrúpulos. Un triste día, un grupo de falsos peregrinos, que no eran otra cosa que unos crueles bandidos, se acercaron hasta el castillo con el pretexto de que les permitieran pasar una noche bajo el amparo de sus muros. Pero, en realidad, sólo pretendían hacerse con la inmensa fortuna del matrimonio que suponían oculta en alguna dependencia secreta del castillo. Desde esa noche la pareja y la guardia personal desaparecieron sin dejar rastro.

Desde entonces, el castillo permanece abandonado. Al poco tiempo, comenzaron las apariciones espectrales. La primera aparición de la pareja fantasmal se produjo cuando unos niños jugaban, en el bosque de los aparecidos, a buscar el tesoro de los condes. Se les aparecieron dos espectros montados a caballo, hombre y mujer, que vestían andrajosas ropas que en otro tiempo debieron de ser lujosas y amenazaron a los niños, con las frases que ya conocéis. Cuando regresaron al pueblo intentaron contar a sus padres lo que les había ocurrido, pero no les creyeron, pensaron que era una fantasía ideada por ellos, encaminada a llamar la atención. La segunda aparición se produjo en la zona pantanosa de las Landas y el testigo fue un campesino al que le hicieron las mismas advertencias.

– ¿ Los espectros se aparecen a la gente en las Landas?. Pregunta horrorizado uno de los templarios que ha sobrevivido al encuentro con los espectros en el exterior.

– Y, no sólo eso, la gente dice, que, según parece, los pobres desgraciados que se extravían en las Landas son atraídos por una especie de “Luz Mala” con la intención de engullirlos en las marismas pantanosas. – Le contesta la monja en un hilo de voz, como si temiera que pudiera ser oída desde el más allá.

– Pero, acaban ahogados en el pantano, y los que sobreviven acaban ahorcados en árboles cercanos a sus hogares. El hombre afirmaba haber visto a una niña pequeña correr despavorida por los pantanos durante la noche y afirmó que dos peregrinos de su grupo corrieron tras la pequeña tratando de darle alcance, pero cayeron atrapados entre las arenas movedizas y sus cuerpos quedaron sepultados.

– Será mejor que dejemos el tema, porque tenemos que cruzar las Landas- le dice Hugo dirigiéndole una mirada que trata de ser tranquila.- si sufrimos un ataque semejante al de hoy, a plena luz del día y sin un lugar donde protegernos, no sé si podremos afrontarlo.

Sara escucha la conversación en silencio, no se atreve a poner en conocimiento de los templarios su gran secreto, no quiere revelar que guarda un vínculo sobrenatural con sus amigas fantasmales.

– Nosotros podemos decir algo sobre la “Luz Mala” –dice Hugo- en uno de nuestros viajes a Argentina, los nativos hablaban de una “Luz Mala”, procedente de algunos tesoros de oro y plata pertenecientes a pequeños reyezuelos locales que fueron emboscados y asesinados por los indígenas. Esos tesoros fueron sepultados por la acción de la erosión, o simplemente, fueron puestos a buen recaudo por sus dueños, cuya ubicación sólo ellos conocían y entonces para alejar a los curiosos de la zona se inventaban todo tipo de cuentos, e historias de aparecidos. Entonces, podríamos decir con toda seguridad que el brillo del metal que reverbera en los pantanos podría pertenecer al del tesoro de esta pareja, perfectamente custodiado por la guardia personal de la princesa.

– Si, pero, aquel peregrino decía que sólo existía un día en el que podía verse la ubicación del tesoro. –Explica la abadesa

-¿Y, qué día es ese? pregunta Gondemar, Sara empieza a alarmarse, pues comprende que están empezando a interesarse por la ubicación del Tesoro y eso puede poner sus vidas en peligro. Sara desea fervientemente que no sea una fecha inmediata.

– El día de San Bartolomé, el 24 de Agosto- Responde la abadesa y Sara respira tranquila, ya que aún faltan algunos meses para que llegue ese fatídico día.

– A los espectros tan sólo les preocupa que no nos acerquemos a “lo prohibido”. Dice Sara mientras se toca el extraño crucifijo, todavía tibio a su contacto, pero descubre que lo que ahora tiene entre sus manos es un crucifijo de oro. Después de todo, no se asombra porque sus hermanos, los cátaros, están obsesionados con la alquimia y la transmutación de la piedra filosofal en oro, por lo tanto ella ha convertido el mito en realidad.

Pasa la noche y la niebla vuelve a caer lentamente sobre los restos del pueblo fantasmagórico, dejando hebras de seda blancas sobre los edificios, engullendo el puente sobre el río y ocultando el cielo plagado de estrellas. Una niebla que se ha convertido en parte integrante de un lugar habitado por seres de otro mundo, sedientos de venganza.

Quedan pocas horas y los peregrinos deciden descansar un poco, casi imposible después de lo vivido. Pero, pese a las emociones, no tardar en conciliar el sueño, pronto los ronquidos inundan las estancias de la casa.



Sara duerme inquieta en su camastro y en sueños ve a una pequeña figura encapuchada que se mueve con dificultad por un accidentado sendero que la conduce hasta su cita amorosa. Acusa el dolor que le causan los guijarros del camino al clavárseles en la planta de los pies. Avanza sin mirar por donde pisa, siente la presencia amenazante de los imponentes árboles que flanquean el camino y cuya frondosidad forma una barrera que le dificulta el paso y la visión. A medida que avanza el paisaje se torna distinto, más inhóspito e intranquilizador. Una Luna ensangrentada corona el cielo estrellado y contemplándola, la joven siente un estremecimiento de miedo. Ya ha llegado hasta las ruinas olvidadas y espera que su amante no tarde en llegar.



En el lugar habita la más absoluta soledad, camina entre las ruinas y se encuentra con siniestros bustos descabezados, restos de columnas, muros derruidos y entre las piedras, árboles por todas partes, simples manchas negras que parecen dibujadas por algún artista enloquecido. En el lugar reside el viejo antagonismo que encierran todas las culturas, esa lucha cruenta por sobrevivir a costa de lo que sea.

La joven contempla con acritud los extraños signos esculpidos en la piedra, comprende demasiado tarde el triste significado de esos garabatos, esas crueles invocaciones a un dios desconocido y primigenio, los indicios de una religión que existió antes que el cristianismo. Una especie de soplo gélido le roza el pescuezo. Comienza a arrepentirse de haber acudido a esta cita tan intempestiva.

El reflejo de la luna incide sobre la inmensa planicie donde se asienta las primitivas ruinas de ese viejo túmulo funerario sin nombre, ruinoso y desmembrado. Sara contempla unas piedras milenarias erosionadas que la luna tiñe de rojo.

Sara, en su sueño, observa como la joven, apenas una sombra oscura, se adentra profundamente entre los castigados muros de piedra, avanza siguiendo el trazado polvoriento de las desaparecidas calles y contempla los contornos de los inexistentes edificios y de los altares primitivos y de las piedras, claramente talladas con extraños símbolos que, en ese momento, reflejan el tenue resplandor de la luna.

Sara distingue entre las ruinas una figura oscura y siniestra, agazapada, y su mirada se centra en los dos puntitos brillantes que hay dentro de una capucha tenebrosa. Sara sólo puede apreciar que el cuerpo de aquel ser está cubierto por un ropaje oscuro que le cubre por completo y la capucha, grande y picuda, esconde las facciones de su dueño.

Sara contempla las grandes piedras irregulares que hay repartidas por doquier y que conforman las ruinas claramente iluminadas, y se pregunta: ¿Qué había sido en el pasado, realmente, ese lugar?¿Quienes habían poblado ese montón de piedras cuando formaban una ciudad y antes de convertirse en unas ruinas olvidadas? ¿Tendrían algo que ver esos antiguos vestigios con la deformidad mental de quién no se espera nada bueno?.

De pronto, la joven se detiene bruscamente y yergue su cuerpo, inmóvil, como tratando de percibir algún sonido y busca con los ojos algo que se encuentra a su alrededor. Pero, sólo atina a descubrir a la pequeña sombra negra agazapada cerca de lo que queda de un pequeño altar.

– ¡Al fin habéis llegado, gracias a Dios!. Exclama con alegría la joven, e inicia una alocada carrera, en la que se le desprende la capucha y quedan al descubierto sus cabellos cortos, hacia una figura amortajada que la espera a pocos pasos y que permanece a la espera, inmóvil, como un depredador que está pensando darle caza a su presa.

Al escuchar las palabras de la muchacha la negra figura se pone en pie y, al hacerlo su altura sobrecoge a la atemorizada joven. Viste una especie de túnica negra y una capa ancha, también oscura y lleva puesta una capucha muy grande. La mano derecha del fantasma asoma por el extremo de la bocamanga y aparecen unas uñas curvas y larguísimas, semejantes a unas garras, rematadas en unos dedos huesudos y deformes que lentamente se acercan hasta la joven.

Sara ha tenido ocasión para contemplar las extrañas garras del ser, y como se envuelve en la capa negra antes de empezar a acercarse a su víctima extendiendo sus asquerosas garras hacia la joven indicándole que se le acerque, la visión que Sara tiene ante sus ojos es un ser asqueroso y repugnante, deforme. Angustiada, se ve a si misma a escasos metros de la joven, siente una necesidad muy grande de decirle que se aleje, que huya, que le espera un final horrible, intenta gritarle, pero la voz no le sale de la garganta, no articula ningún sonido, intenta moverse y acercarse a la joven para prevenirla, pero tampoco puede, una extraña fuerza la mantiene pegada al suelo. Y la muchacha sigue avanzando confiada hacia el extraño ser que la aguarda. Sara llora con desesperación ante su impotencia.




Sara, sudorosa e inquieta vive angustiosamente la escena de su sueño y piensa que lo que está contemplando es un espíritu maligno de gran altura envuelta en su mortaja

La persona que se esconde dentro del ropaje no le contesta, pero a la joven le parece que los ojos relucientes le sonríen, con una sonrisa tan misteriosa como escalofriante.

Entonces, la muchacha reacciona, se pone a gritar, con un histerismo incontrolable, completamente enloquecida. Ofuscada por el pánico, da media vuelta y corre hacia el extremo más alejado de donde se encuentra.

Sara contempla horrorizada como la espeluznante figura corre a grandes zancadas hacia la joven y al contemplar la escena piensa que la muchacha no tiene escapatoria alguna y llegará a darle alcance.

Un rayo de luna ha revelado a la joven las horribles facciones del extraño ser, un pánico sin límites la domina y sigue huyendo, con desesperación y no tarda hasta llegar al linde de las ruinas, pero la bestia la sigue de cerca, y no tardará en alcanzarla. Sara, completamente paralizada, sólo alcanza a ver desde cerca el brillo rojizo de sus ojillos y los profundos colmillos que salen de sus labios. La joven a medida que desciende por el sendero siente la capa de la falda como algo muy pesado. Y, al final, resbala, y cae deslizándose sin control por el sendero, golpeándose la cabeza con una piedra que la priva del conocimiento y del horror.

Así sucede y cuando el siniestro personaje llega hasta la muchacha desvanecida se agacha y contempla desde cerca su rostro. Entonces, alza lentamente la cabeza y contempla a Sara que atónita descubre que desde el interior de la tenebrosa capucha ahora la contempla un rostro masculino de hermosas facciones, con una sonrisa dibujada en el rostro, pero fría y que no alcanza a los ojos y que tiene la facultad de debilitarla. Poco a poco, siente como sus miembros languidecen y de manera inconsciente, busca su cruz dorada en el pecho, pero no la encuentra, ha desaparecido.

El hombre habla por fin y dice: – Mi nombre es Legión, porque somos muchos, somos multitud, soy el que habita en tu interior, por lo tanto eres mía, soy el impostor, soy la furia y soy el rayo exterminador, que a todo alcanza, soy el ángel caído que te espera. No luches contra mí y juntos conquistaremos la eternidad.

Sara despierta por fin, jadeante y angustiada.

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