LOS PEREGRINOS DE LAS TINIEBLAS VII



Inquietos ante la nefasta noticia que ha traído la monja, los peregrinos la miran y guardan silencio unos instantes. Se abre un profundo silencio lleno de malos presagios. Se sienten, nuevamente, perdidos en una atmósfera hostil que se vuelve amenazante, tenebrosa y tremendamente incomprensible. Sara vuelve a sentir ese vacío inmenso y doloroso, esa gran amargura que la acompaña desde que se inició el derramamiento de sangre inocente y comprende que el odio que inspira su persona se cobrará nuevas víctimas y ella no podrá hacer nada por evitarlo.
-“ Hermana, no sólo peligramos nosotros- Dice, Andrés mirándola con tristeza, pues sabe que su orden se encuentra en apuros y que la traición esta vez alcanzará a las humildes monjas del convento. – si vuestra congregación es descubierta quizá no gozaréis de la misma suerte que en el pasado, sufriréis un violento ataque de Simón de Montfort. Pues, de todos es conocido la gran dureza con la que se actúan los cruzados. –Dice Andrés, mientras mira directamente a los ojos de la abadesa, en los que ya brillan lágrimas de impotencia.
- “ Ya he contemplado esta posibilidad y sé que tengo que tomar una decisión con respecto a la situación, pero tengo que tomarme mi tiempo y meditarlo bien antes de actuar, porque sólo yo seré la responsable de las consecuencias que puede acarrear llevarla a cabo. Y, ahora, id preparándoos para el viaje, que debéis partir de inmediato.
Los peregrinos inician los preparativos para el viaje y la abadesa les comunica que ya se reunirá con ellos más adelante, cuando solucione los asuntos que tiene pendientes con su comunidad.
Al poco tiempo, los falsos peregrinos ya se encuentran preparados para reanudar de nuevo el viaje. Y, la abadesa los conduce hasta las dependencias de la cocina, para abandonar el monasterio por la escalera de madera que parte de una de las salidas de la misma. Y, cuando, ya se encuentran en el exterior, descubren con asombro las ruinas de lo que fue, en otro tiempo, un majestuoso monasterio. Y, sonríen al comprobar lo hermoso que es ese aire decadente que posee. El atractivo efecto que produce el musgo cuando se adhiere a los ennegrecidos muros de la antigua abadía y las atrevidas madreselvas al trepar, conquistando los altos muros del cenobio en ruinas. Carece por completo de ese aire tenebroso que tenía por la noche envuelto en la niebla. Los rayos del sol reverberan en las gotas de rocío de las preciosas amapolas que como una alfombra cubren el suelo. Andrés se acerca a uno de los muros y con cuidado coge una bonita flor y se la ofrece a Sara.
Al poco tiempo los peregrinos ya están en ruta. Agradecen la maravillosa estampa que les ofrece la naturaleza y el paisaje de singular belleza incrementado por la radiante luminosidad diurna. Se alejan de las decadentes ruinas por un camino que se adentra en un escabroso desfiladero.
Mientras tanto, en la abadía subterránea, la abadesa se ha reunido con todas las hermanas que forman la pequeña comunidad. Con la intención de comunicarles la firme decisión a la que ha llegado.
..."Os he congregado queridas hermanas porque nuestra orden ha caído en desgracia, una nueva y terrible desdicha se cierne sobre nosotras y hasta pone en peligro nuestras vidas. Nosotras, que hemos llevado una vida completa de absoluta sumisión a Dios, hemos sufrido un grave infortunio que nace de la serpiente que ha estado habitando en nuestro seno y que, agazapada, ha esperado con paciencia el momento propicio para inocularnos su veneno. Nosotras, que hemos intentado, a pesar de vivir ocultas al mundo, convertirnos en dignas hijas de Dios, debemos desistir de nuestros loables propósitos y tomar un nuevo rumbo en nuestra existencia. Porque nuestros antiguos enemigos no cejan en su empeño por destruirnos y nos pueden haber descubierto ya, por lo que nuestras vidas peligran seriamente.
Ante los hechos consumados, creo que ha llegado de manera definitiva la clausura de nuestra orden. Porque hemos sufrido la traición en nuestras carnes, en la persona de una hermana de nuestra congregación, alguien en quien teníamos puesta nuestra confianza y cariño, Emilia.
No puedo,... no quiero, poner vuestras vidas en peligro y es por ello que me veo obligada a comunicaros que ha llegado el final de nuestra orden y que, a partir de ahora, sois totalmente libres para que busquéis vuestro camino de la mejor manera que podáis, siempre en la gracia de Dios. Ya sea en el seno de un hogar, o disfrutando de la gracia de poder ingresar en algún convento que os quieran admitir como siervas.
Deseo de todo corazón, que sea cual fuere el camino que escojáis, sea el acertado y consigáis la felicidad que tanto merecéis. Tenéis mi bendición. Id con Dios, que yo siempre os llevaré en mi corazón"...
Tras la triste despedida se dirige cabizbaja hacia su celda, apenas puede contener las lágrimas que se desbordan de sus ojos y humedecen sus mejillas. Se siente nuevamente derrotada, pero quizá no tanto. Sus pasos, a pesar del desaliento, suenan extrañamente sonoros en la quietud de la siniestra abadía, ante la incertidumbre de lo que se avecina.
Cuando llega al umbral de su celda penetra en su interior y prende el candil que cuelga de la pared, la estancia se ilumina tenuemente con los últimos rescoldos. Con lentitud, procede a retirar de su cabeza el velo con el que recubre su cabeza y que reposa sobre el griñón que rodea el cuello y se aferra a la mandíbula, posteriormente, se dedica a desatar los lazos de la impla con la que mantiene recogido su cabello y que constituía su toca de monja. Poco a poco, se va desprendiendo de unas prendas que la han acompañado hasta el día presente y lo deja todo arrinconado, inerte, sobre el camastro. Finalmente, se desprende de la sayuela, todavía almidonada. Y, una indomable cabellera rojiza, queda en libertad, se desparrama con exuberancia sobre los hombros y muere en las caderas. Con paciencia comienza a trenzarla y la recoge de cualquier manera formando un moño en su nuca.
Después, saca de debajo del camastro un pesado arcón y procede a levantar la tapa, de su interior extrae unos toscos calzones, una camisola ennegrecida por el paso del tiempo y una casaca realizada con pieles curtidas, unas altas botas de cuero completan el extraño ajuar de la monja. Finalmente, extrae del fondo del arcón una preciosa daga sacrificial. Prescinde del enjoyado crucifijo con incrustaciones de rubí, y sólo conserva una tosca cruz de madera que se coloca alrededor del cuello y que la identifica con la elite guerrera a la que ella pertenece en Eire. A partir de este momento, esta será su indumentaria para vagar por los caminos.
Una vez se ha desprendido de sus ropas talares, se coloca la nueva indumentaria. La camisola le queda grande, pero la ajusta dentro de los calzones que le quedan como un guante y le llegan hasta media pantorrilla. Complementa el atuendo calzando las toscas botas, oculta sus cabellos bajo un sombrero y esconde su daga de plata en el interior de sus botas. Ahora ya está lista para empezar su nuevo rumbo en la vida. Dispuesta a luchar contra lo que sea preciso, empleará todos los medios a su alcance con tal de sobrevivir una vez más.
Cuando se dirige a la cocina para hacer acopio de provisiones con las que afrontar el largo viaje que se le avecina, escucha los llantos de las monjas que, desamparadas, se conduelen de su infortunio. El desespero anida en sus almas, incapaces de tomar una decisión que les permita encauzar sus vidas. Confía, en que la providencia las guiará por buen camino, les proporcionará auxilio y protección y que la virtud que hasta el momento las ha acompañado sea la que guíe su destino.
Finalmente, abandona la cocina y enfila las escaleras, pero antes de abandonar lo que ha sido su hogar hasta el momento presente, le dirige una última mirada cargada de tristeza.
Eugene sale al exterior y siente la hiriente luz del día como una bendición y una maldición, en su piel. Todo el tiempo que ha estado viviendo bajo tierra le ha pasado factura y el día tan brillante y luminoso se convierte en una experiencia dolorosa ya que sus pupilas están tardando más de lo normal en adaptarse a la luz diurna.
Los beneficiosos rayos rozan su piel y el calorcillo que siente en su rostro la obliga a alzar el rostro y ofrecerlo a la caricia del sol. Y, por primera vez, casi se siente feliz al verse libre de su confinamiento entre los muros de la abadía subterránea.
Empieza siguiendo el camino que, anteriormente, han tomado los falsos peregrinos y “la hija de Dios” con la esperanza de poder encontrarse con ellos pronto.
El sendero que va siguiendo es complicado, y se dirige hacia un desfiladero muy escarpado. Pronto, el sendero se convierte en un terreno muy escabroso. En el pasado debió de ser el lecho de un río. Eugene sabe que el río se quedó seco ya hace siglos. El sendero zigzaguea entre los impresionantes riscos que impiden a veces el paso de la luz. Rodeada de penumbra siente que un escalofrío le recorre la espalda cuando divisa la angostura del sendero por el que va avanzando. Como compañía, goza de la presencia de alguna cabra montesa que corretea con total libertad por los escarpados riscos del desfiladero y de algún águila que revolotea alrededor de sus nidos en los peñascos.
Cuando ya lleva varias horas caminando contempla con alegría que el desfiladero está llegando a su final y comienza un bosque que tiene fama de encantado entre los lugareños de la zona. Bosque sagrado donde antiguamente se reunían los druidas a realizar sus rituales de iniciación. Es el famoso bosque de “los aparecidos” o los “desaparecidos”, porque los que en él entran, no salen…
Alerta y con todos los sentidos a flor de piel, advierte a sus espaldas el ruido de los cascos de un caballo que se acerca al galope a través del estrecho desfiladero y que va levantando, a su paso, una densa nube de polvo.
Eugene se detiene en seco y, volviéndose, se encuentra frente a un hombre montado a caballo. Al verlo, la mujer parpadea sorprendida, el jinete ha aparecido de improviso y no le ha dado tiempo a reaccionar.
Todo parece indicar que su suerte providencial no es buena ya que en los ojos del hombre asoma un brillo libidinoso que no anuncia nada bueno.
El individuo se apea del caballo creyendo que se encuentra ante una presa fácil y echa mano a un puñal que lleva en el cinto.
-“Mira, he aquí un lindo e inofensivo pajarillo”- pronuncia el desagradable individuo con una sonrisa ladina dibujada en el rostro y enarbolando un puñal de grandes dimensiones con el que amenaza a la mujer que le contempla con una expresión indescifrable en el rostro y es que ella sabe que las intenciones del individuo, no son nada halagüeñas.
Los ojos verdes de la abadesa centellean de ira contenida al encontrarse con los del bandido.
Y, en verdad, como si de un pajarillo se tratara, Eugene tras una pequeña carrerilla levanta el vuelo y lanza un potente grito de guerra que destroza los tímpanos del hombre y le desorientan.
Su hazaña la ha convertido en un halcón. Pega un salto mortal y, a continuación, dibuja dos volteretas en el aire. Sus piruetas acrobáticas culminan cuando se encarama a horcajadas sobre los hombros del hombre. Al sentir la cabeza del hombre entre sus piernas, la domina un frenesí homicida y comienza a vapulear sin piedad la cabeza del hombre que, al final, aturdido y bizqueando, se desploma sobre la tierra, inerte. Entonces, Eugene, ya en tierra, se acerca al hombre y rasgándole la camisola descubre su pecho velludo y, con lentitud, echa mano del puñal que oculta dentro de sus botas y traza con el, sobre la piel trémula del malhechor, un trisquel que deja un reguero ensangrentado. Es la marca que identifica a los druidas y simboliza el cosmos y la unión de los tres elementos: la tierra, el agua y el aire.
-“Y, ahora, voy a dejar, sobre tu carne miserable, mi rúbrica, así cada vez que te acerques a una mujer indefensa con intención de violentarla, te acordarás de este pajarillo inofensivo.”- Eugene pronuncia estas últimas palabras con ironía.
Mientras, canturrea, melodiosamente, una vieja cancioncilla de su tierra natal Eugene recompone los desperfectos que ha ocasionado la refriega, y con la mano aparta una mota insignificante de polvo.
Se acerca, sigilosamente, y agarra al caballo. Pasa delicadamente su mano sobre sus suaves crines, mientras le susurra palabras de cariño tratando de calmarlo. Confiando al animal, va cargando sus escasas pertenencias en las alforjas del mismo, lo monta a horcajadas y sin más dilaciones, se adentra en la espesura del bosque y parte a todo galope, tras el rastro de los falsos peregrinos y la “hija de Dios”.
Toda la singular escena, ha sido contemplada desde unos arbustos cercanos por un muchacho, que no puede dar crédito a lo que han visto sus ojos. Agazapado desde su escondrijo, ha presenciado los hechos lleno de perplejidad y asombro incapaz de asumir la gran habilidad y destreza que ha demostrado la mujer para repeler el ataque que ha estado a punto de sufrir. La ignorancia del muchacho ha convertido a la hermosa mujer en una especie de diosa pagana, que como una mágica aparición ha surgido de las entrañas de la tierra como vengadora ante la maldad humana. Eugene no lo sabe, pero acaba de convertirse en una leyenda viviente del bosque.

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