EL TESORO DEL FARAÓN




Un faraón acumuló tantos tesoros como ningún de sus predecesores en el trono egipcio; y queriendo ponerlos a buen recaudo, mandó fabricar un erario de piedra formado de poderosos muros, uno de los cuales caía al exterior del palacio. Con toda malicia el arquitecto colocó en este muro exterior una de las piedras, de manera que fuese fácil de quitar por un hombre cualquiera.
Depositó el rey sus inmensas riquezas en el erario, y transcurridos algunos años, el arquitecto se sintió enfermo de muerte. Recordó entonces su ardid, y llamando a sus hijos les dio puntual razón de cómo se tenían que valer par mover la piedra y apoderarse del tesoro.
Cuando falleció el padre, los muchachos corrieron al erario y encontraron fácilmente la piedra, la sacaron del muro, penetraron por el agujero practicado y tomaron gran cantidad de dinero y joyas. Después de ello salieron, volvieron a poner muy bien la piedra en su lugar y regresaron a casa muy contentos.
Mas he aquí que al día siguiente se le ocurrió al rey visitar su tesoro, que hacía tiempo no inspeccionaba y descubrió el hurto.
-¿Cómo puede ser esto? -se preguntó asombrado, puesto que estaban intactos los precintos de las entradas.
A la noche siguiente, y a la otra, los hijos del arquitecto, codiciosos e impacientes entraron de nuevo a saco en el tesoro. En los días respectivos, el rey comprobaba los hurtos y se devanaba los sesos pensando como podría ser aquello; pero por más que cavilaba no acertaba a comprenderlo. Mas como quiera que los tesoros no podían salir por el aire, ladrón tenía que ser el causante, y puso una trampa para atraparlo.
Volvieron al tesoro los ladrones como moscas a la miel, y apenas entró el primero se sintió cogido en la trampa. Aterrado llamó a su hermano en su socorro; pero no le pudo servir de ayuda, y entonces tomó una resolución heroica.

-Córtame la cabeza y llévatela -dijo a su hermano- pues yo ya estoy perdido, y si me descubren y reconocen, morirás tú también.
Comprendiendo que no había otro remedio, el hermano hizo lo que se le mandaba; mas cuando llegó a su casa con la cabeza del muerto, la madre enloquecida por el dolor, le exigió que rescatara el cadáver para enterrarlo, pues de lo contrario, ella misma denunciaría los hechos al rey. El joven prometió a su madre que cumpliría su deseo.
Era una empresa dificilísima, pues el rey había colgado del muro el cuerpo decapitado y había dispuesto al pié una guardia numerosa, con la orden de que prendiera a cualquier persona que mostrara dolor ante el macabro espectáculo.
¿Qué hizo entonces el hermano?
Compró una recua de borricos y los cargó con vino.Y, cuando se acercó al lado de los guardias, empezó a jugar y bromear con ellos. De pronto, uno dijo un chiste y el ladrón fingió que le hacía mucha gracia y se rió a carcajadas. Haciendo como que le impulsaba aquel regocijo, obsequió a los guardias con un pellejo de vino. Cuando se acabaron, utilizó nuevas habilidades para vaciar nuevos pellejos y al cabo de un rato, los guardias yacían todos en el suelo completamente borrachos. El joven aprovechó el momento para descolgar el cuerpo de su hermano y huir.
Cuando el rey tuvo noticia de este lance, se quedó pasmado, no sintió inclinación a la clemencia, sino un gran enojo y deseos mas vehementes de atrapar al saqueador de su tesoro.
A tal extremo llegó su encono, que ofreció a su hija en matrimonio a quien le contase a la joven la peor acción y el más astuto ardid que hubiera cometido.
Caló en el joven la intención, y se arrojó a presentarse y a declarar la verdad; pero antes, cortó el brazo a un hombre recién muerto y lo puso bajo sus vestidos de manera que parecía el propio.
Presentado ante la princesa, ésta le hizo la pregunta acordada y él respondió:
-Lo peor que he hecho es cortar la cabeza a mi hermano, y mi mayor astucia, robar su cuerpo y burlar al rey.
La princesa intentó apresarle, pero sólo atrapó el brazo muerto mientras el ladrón huía velozmente.
Se maravilló el rey de tal modo ante la habilidad y audacia, que decidió perdonar al culpable y entregarle de verdad la mano de su hija, pues entendió que difícilmente hallaría para ella un hombre de mayor talento y valor, ni que mayor seguridad ofreciese a la princesa y al reino.


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