Se accedía al jardín de la Academia por un pórtico sombreado, un maestro filosófico —al que sus discípulos llamaban Diodoro— caminaba lentamente mientras sus alumnos lo seguían en silencio. Era costumbre que iniciara la lección con una pregunta. Aquel día se encontraba entre los asistentes una mujer, cabizbaja y pensativa, con evidentes signos de preocupación, pues había descubierto miradas de desagrado entre los discípulos.
La senda les condujo hasta un lugar en el que un árbol frondoso proporcionaba una agradable sombra y allí se sentaron.
La inesperada presencia de la mujer en el jardín de la Academía incomodó a alguno de los presentes
—Cleón, el más engreído— levantó la mano:
—Maestro Diodoro, ¿no os parece que la filosofía es asunto de hombres? Las mujeres… bueno, ellas no tienen la mente para tales cosas.
Los demás jóvenes asintieron, orgullosos de su profundidad intelectual. El maestro se tomó el comentario como .“Una observación digna de… no ser repetida jamás.”
Diodoro respiró hondo, miró al cielo y agradeció a los dioses por la paciencia que, sin duda, le habían dado por error.
—Ah, sí —dijo—. Ya lo recuerdo. Las mujeres no pueden filosofar. ¿Cómo se me pudo olvidar? Debe de ser porque solo nos han dado tragedias inmortales, himnos sagrados, poesías que sobrevivirán más que nuestras caras y, bueno… vidas enteras que inspiran a los dioses. Pero claro, pensar no pueden.
Los alumnos se removieron incómodos.
—Pero maestro… —insistió Cleón—, eso forma parte del orden natural.
El filósofo abrió mucho los ojos, con fingida sorpresa.
—¡Oh! ¿Orden natural? —dijo—. A ver si entiendo: los hombres, criaturas que no pueden acordarse dónde dejaron las sandalias ni distinguir la verdad del rumor en la plaza, son los guardianes naturales de la sabiduría…
…y, las mujeres, que llevan la casa, el comercio, los cultos y los hijos sin que la polis se derrumbe, no pueden meditar ni una idea sencillita.
Hubo toses nerviosas.
Uno de los alumnos carraspeó:
—Pero maestro, ¿qué harían las mujeres con la filosofía?
El maestro fingió reflexionar profundamente, acariciándose la barba.
—Hum… veamos. ¿Qué podrían hacer con la filosofía?
¿Comprender el mundo?
¿Plantear preguntas importantes?
¿Recordar a un hombre que la sombra en la cueva no es un monstruo, sino su propia capa colgada?
Terrible, terrible.
Imaginaos un mundo donde todos piensan. ¡El caos!
Cleón se rascó la cabeza.
—Entonces… ¿decís que sería bueno que las mujeres estudiaran filosofía?
El anciano sonrió como solo un maestro que ha llevado a sus alumnos al borde de la confusión puede sonreír.
—Cleón —dijo—, si la filosofía sirve para distinguir la ignorancia del conocimiento, ¿qué clase de filósofos seríamos si declarásemos ignorantes a las mujeres sin permitirles filosofar?
Los jóvenes se miraron. El argumento era tan sencillo que resultaba insultante.
El maestro continuó caminando en círculos delante de sus alumnos, como si tratara de apaciguarse::
—Además, decidme: ¿quién pierde más cuando una mente queda sin trabajar? ¿La mujer… o la polis entera?
Si teméis que una mujer piense, tal vez no tengáis confianza ni en vuestro propio pensamiento.
Eso dolió.
Y cuando los alumnos callaron, el anciano añadió con ironía:
—Pero claro, si os da miedo que una mujer piense más rápido que vosotros, siempre podéis decir que los dioses así lo quisieron. Los dioses, pobrecillos, llevan siglos cargando con nuestras excusas.
Finalmente, se dirigió a la puerta del jardín.
—Bien, jóvenes filósofos: mañana traeré a alguien que, según vosotros, no debería interesarse por la filosofía.
Será vuestra primera prueba.
—¿Quién vendrá, maestro? —preguntaron, inquietos.
El hombre sonrió con picardía, y no despejó sus dudas.
—Helena es mi hermana menor.
Es más sabia que todos vosotros juntos.
Si sobrevivís a una conversación con ella, os consideraré aptos para pensar.
—Te cedo mi puesto —dijo dirigiéndose con cariño a una muchacha que vestía un túnica sencilla, mirada firme y aire irónicamente paciente—. Habla, si crees que puedes iluminar estos jóvenes mentecatos, en lo que es necesario y lo que no.
La muchacha dio un paso al frente y, antes de comenzar, se inclinó respetuosamente hacia él.
—Gracias, hermano —dijo—. No sólo por el espacio, sino por el gesto. Porque cuando un hombre con autoridad cede su lugar, demuestra que la fuerza no es el único modo de sostener un orden.
Diodoro asintió, complacido y lleno de orgullo… pero también vigilante y protector.
Ella continuó:
—Deseo hablar de los tiranos precisamente por eso. Porque ellos jamás ceden nada. Creen que el poder es un asiento que se hunde si uno se levanta un instante. Temen que la gratitud sea una grieta, que escuchar sea una debilidad y que permitir que otro hable sea una invitación a su caída.
Algunos discípulos intercambiaron miradas.
—Quien oprime —prosiguió ella— acepta elogios, pero no agradecimientos. Porque el agradecimiento implica reconocimiento mutuo… y los tiranos huyen de eso. Prefieren el miedo: más silencioso, más fácil, menos humano.
Diodoro observó a su hermana con un gesto grave, como si reflexionara sobre su propio gesto de ceder la palabra.
Ella notó su expresión, sonrió levemente y concluyó:
—Por eso, hermano, vuelvo a darle las gracias. Porque al dejarme hablar sin sospecha ni amenaza, ha demostrado algo que los tiranos no entienden: que la autoridad se fortalece cuando comparte el espacio, no cuando lo devora. Que la verdadera fuerza no se impone… se ofrece.
El filósofo bajó la mirada un instante. Los discípulos murmuraron, conscientes de haber presenciado algo más sutil que un argumento: una lección práctica.
Finalmente, Diodoro dijo:
—Quizá acabas de probar que lo necesario no siempre es lo que yo creía. Gracias… por demostrarlo sin crueldad.
La mujer asintió con calma.
Y en aquel momento, bajo la luz de la tarde, quedó claro que la filosofía no siempre necesita paradojas: a veces basta un acto sencillo, como agradecer… o dejar hablar.
Los alumnos tragaron saliva, intimidados por la brillante elocuencia de la joven.
Y desde ese día, jamás volvieron a decir que las mujeres no podían filosofar.
Porque, aunque no lo confesaran en voz alta…
sabían que la primera vez que debatieron con ella, la mujer los dejó filosofando sobre su ridícula arrogancia durante semanas.
La muchacha se dirigió a los jóvenes y les preguntó, abiertamente:
—Decidme, ¿qué creéis que distingue al tirano del buen gobernante?
Los alumnos se miraron entre ellos. Finalmente, habló Leandro, el más joven:
—Helena, ¿no es la fuerza? El tirano domina por la espada, mientras el gobernante justo convence con la razón.
Diodoro sonrió con suavidad, ante la verbigracia de su alumno y la elocuencia de su joven hermana.
—Una respuesta común, - Intervino el sabio, mientras se acariciaba la barba, era un gesto maquinal, pero le ayudaba a serenarse- pero incompleta. La espada del tirano no nace del poder, sino del miedo. Aquel que es verdaderamente fuerte no necesita sembrar terror. ¿Habéis visto alguna vez a un hombre que, incapaz de sujetar sus propios impulsos, intenta sujetar a todos los demás?
Los discípulos asintieron.
—Así es el tirano. - Comentó el maestro- Platón lo comparaba con quien vive esclavo de sus pasiones. Su crueldad no es más que el eco de su desorden interior. ¿Cómo podría gobernar la ciudad quien no puede gobernarse a sí mismo?
Habló entonces Nicias, el más reflexivo:
—Entonces, maestro, ¿la crueldad surge del miedo? ¿No es más bien una demostración de fuerza?
—Aristóteles - respondió Diodoro, el sabio- enseñaba que el tirano es cruel porque teme perder lo que no le pertenece por derecho. Se adelanta al peligro imaginario castigando antes de ser cuestionado. Y así, en su afán de asegurar su poder, siembra precisamente las semillas de su caída.
Helena, la hermana y discípula del sabio, intervino:
—Pero, hermano, ¿no hay tiranos que parecen vivir felices y poderosos?
—Ah, Helena… -Replicó el filósofo- Eso mismo preguntó un amigo a Séneca. Y él respondió que ningún hombre cruel es feliz, aunque viva rodeado de lujos. ¿Cómo puede serlo quien desconfía de todos, quien se acuesta cada noche temiendo la traición, quien solo conoce la obediencia nacida del miedo?
El maestro se detuvo, miró a sus discípulos y dijo:
—Recordad esto: la crueldad del tirano es un muro que él mismo levanta entre su alma y la humanidad. Cuanto más alto lo construye, más se encierra. Y cuanto más se encierra, menos gobierna y más se hunde en su propio desorden.
Los alumnos guardaron silencio. Un viento suave recorrió el pórtico, y arrancó alguna hoja seca de los árboles.
Entonces, Diodoro concluyó:
—El verdadero gobernante cultiva la virtud; el tirano cultiva el miedo. Y como toda semilla, cada una da su fruto
El maestro Diodoro acababa de hablar sobre la crueldad de los tiranos, cuando uno de los jóvenes, tímido pero curioso, levantó la mano.
—Maestro —dijo—, si no es molestia… ¿podríais darnos un ejemplo real? Algo que muestre cómo un tirano puede ser cruel incluso frente a una catástrofe natural.
Diodoro entrecerró los ojos, como quien escoge cuidadosamente una piedra para afilar la mente del discípulo.
—Muy bien, joven. Te daré uno que la historia no ha querido olvidar.
Se acomodó el manto, respiró hondo y señaló el suelo agrietado por el sol.
En tiempos de sequías y malas cosechas, muchos ciudadanos de un lugar padecían hambre. En tiempos de sequía, cuando el pueblo pedía agua y los pozos se secaban, él no solo no compartió las reservas que guardaba en cavernas ocultas, sino que aumentó los impuestos, alegando que “la miseria hace a los hombres más obedientes”. Mientras los campesinos caminaban kilómetros para encontrar un sorbo, él celebraba banquetes perfumados y hablaba de “fortaleza moral”.
El alumno abrió los ojos, escandalizado.
—¿Y nadie lo detuvo?
—Ah —respondió Diodoro con una sonrisa cínica—, siempre hay quien teme más al tirano que a la sed.
Helena, que había guardado silencio por prudencia, añadió con calma y firmeza:
—Por eso hablamos de ellos, muchacho. porque la crueldad florece cuando el dolor de muchos sirve de sombra al lujo de uno solo.
Excelente ejemplo, maestro, comentó gratamente sorprendido el muchacho.
El aludido asintió, satisfecho.
—Ahí tienes tu ejemplo. Y recuerda: no hay peor tirano que aquel que convierte una tragedia en un instrumento de dominio.

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