Ariadna llevaba ocho meses hablando sola.
Ocho meses repitiéndose que su padre había muerto, que ya no volvería, que el sillón vacío del salón no iba a llenarse nunca más. Ocho meses oyendo cómo la casa crepitaba por la noche como si alguien caminara arrastrando los pies… aunque eso podía ser el viento, decía ella, aunque la ventana estuviera cerrada.
Pero no lo superaba.
¿Cómo iba a hacerlo?
Su padre era la única voz que calmaba su mente cuando la ansiedad le devoraba. La única persona que la sujetaba cuando el mundo tiraba demasiado fuerte.
Aquella tarde, sin embargo, decidió caminar por el parque donde solían sentarse a ver caer el sol. Necesitaba aire, o al menos fingir que seguía viva.
Cruzó el sendero de tierra húmeda, el olor a lluvia reciente pegado al suelo. Una ráfaga de viento movió las hojas. Ariadna levantó la vista…
Y se le heló el corazón.
Un hombre estaba sentado en su banco. Ese banco.
Con la espalda ligeramente encorvada.
Las manos juntas entre las rodillas.
El mismo abrigo marrón que él usaba en los inviernos fríos.
El mismo perfil.
La misma forma de inclinar la cabeza cuando pensaba en algo triste.
Su padre.
"No puede ser. No puede ser. No puede ser."
Ariadna sintió cómo el mundo se volvía líquido, deformado, irreal. Dio un paso. Después otro.
—Papá… —susurró con un hilo de voz que ella misma no reconoció.
El hombre levantó la cabeza muy despacio.
Y entonces sucedió algo que la marcaría para siempre.
Los ojos del hombre se abrieron como si no esperara verla allí. Como si ella fuera el fantasma. Todo su cuerpo se tensó con un gesto de espanto auténtico.
Se incorporó bruscamente, casi perdiendo el equilibrio, y salió corriendo por el parque, sin mirar atrás, como si huyera de algo imposible de comprender.
Ariadna se quedó inmóvil.
No gritó.
No cayó de rodillas.
No lloró.
Solo sintió un frío absoluto, un frío que parecía venir desde dentro de su propio pecho.
Corrió tras él. No sabía por qué. Era impulso, desesperación, hambre pura por volver a tocar un rostro que no había dejado de llorar desde que lo perdió.
Pero el hombre desapareció entre los árboles, sin dejar rastro. Ni pasos, ni sombra, ni respiración.
Solo silencio.
Cuando por fin se detuvo, ahogada y temblorosa, notó que algo se movía dentro del bolsillo de su abrigo.
Como un papel que no estaba antes.
Lo sacó.
Era una fotografía. Una polaroid envejecida, amarillenta en los bordes.
De ella misma.
Sentada en el banco.
Ese mismo banco.
La fecha escrita en el borde inferior vibró dentro de su mente:
28 de febrero. El día que murió su padre.
Pero lo peor no fue eso.
Lo peor fue ver la sombra detrás de ella en la foto.
Una sombra delgada, quieta…con el mismo abrigo marrón.
Su padre.
Y en el reverso de la foto, escrito con la letra temblorosa de él:
“Si me ves, no me sigas. No soy yo.”
Ariadna sintió el golpe del pánico, pero no se atrevió a gritar.
Porque, muy detrás, entre los árboles, algo se movió.
Despacito.
Muy despacito.
Igual que lo hacía su padre cuando no quería asustarla al entrar en su cuarto.
Y esta vez… no fue el viento.
PARTE II
Ariadna pasó la noche en vela.
La foto descansaba sobre su mesita, boca abajo, pero aun así sentía su presencia como un ojo abierto mirándola sin parpadear.
Cada vez que apagaba la luz, podía jurar que la sombra de la polaroid se movía. Que cambiaba de forma. Que respiraba.
Al amanecer tomó una decisión:
volvería al parque.
No por nostalgia.
No por esperanza.
Sino por esa frase escrita en el reverso, que no había dejado de quemarle la mente:
“Si me ves, no me sigas. No soy yo.”
Y precisamente por eso… lo seguiría.
Quería la verdad.
Aunque la verdad la destruyera.
El parque estaba casi vacío cuando llegó. La niebla matinal formaba hilachas blancas que se arremolinaban entre los árboles, como si algo se ocultara detrás de cada tronco.
Ariadna avanzó lentamente, sintiendo esa humedad pegajosa que anuncia que el mundo va a torcerse por dentro.
El banco apareció a unos metros. Vacío.
Como lo había estado desde que su padre faltaba.
Respiró hondo.
—Papá… si estás aquí… —dijo sin terminar la frase, porque se escuchó completamente ridícula, infantil, quebrada.
Se sentó.
Esperó.
Los minutos se estiraron como gomas tensas. Pasó un perro, luego una mujer corriendo, luego nadie.
Cuando ya se preparaba para levantarse, un crujido sonó detrás del banco.
Muy suave.
Como un pie hundiéndose en tierra húmeda.
Ariadna se quedó rígida.
No se giró.
No podía.
El aire cambió de temperatura. Bajó varios grados.
Y entonces, algo—una presencia, un peso, un aliento—se detuvo justo detrás de ella.
La nuca se le erizó como si unas uñas invisibles rozaran lentamente su piel.
—Ariadna… —susurró una voz que era su padre, que lo imitaba perfectamente, pero con un timbre apagado, como si hablara a través de un pecho vacío.
Ella tragó saliva.
No respondió.
—Te dije… que no me siguieras.
Ariadna cerró los ojos.
—Entonces dime qué eres —murmuró.
Silencio.
Una respiración húmeda.
Luego, un roce frío en su hombro, como una mano que ya no era carne.
—No quieres saberlo.
Pero ella sí quería. Se levantó de golpe, girándose para enfrentarlo.
Y ahí estaba.
Su padre.
La misma cara, el mismo abrigo, la misma tristeza en los ojos…pero algo fallaba.
Los ojos eran demasiado negros.
Demasiado profundos.
Demasiado vacíos.
Como si detrás no hubiera un alma, sino un hueco interminable que la invitaba a caer.
El hombre retrocedió un paso, sorprendido por su valentía.
No huyó esta vez.
Solo la miró.
Ariadna dio un paso hacia él.
—Te voy a seguir —dijo—. Hasta donde vayas. Hasta donde me lleves.
El hombre abrió la boca, como para suplicar, pero un crujido extraño surgió de su pecho, como si allí dentro hubiera ramas secas rompiéndose.
—Entonces… —dijo con esa voz que ya no era humana— …prepárate para ver lo que yo vi.
Y empezó a caminar entre los árboles, lento, hundiendo los pies en la niebla como si avanzara por un mundo distinto.
Ariadna lo siguió.
Con cada paso, la luz del parque se volvía más tenue.
El aire más espeso.
El silencio más profundo.
No sabía a dónde la llevaba.
Pero sí sabía algo: su padre nunca habría permitido que ella lo siguiera a un lugar así.
Lo que avanzaba delante de ella…fuera lo que fuera…no quería protegerla.
Quería mostrarle algo.
O quería que ella formara parte de ello.
PARTE III
Ariadna siguió a la figura de su padre más allá del parque, aunque pronto se dio cuenta de que aquello ya no era el parque.
Los árboles se hicieron más altos.
Demasiado altos.
Los troncos, más estrechos, inclinados hacia el sendero como si se agachasen para escuchar sus pasos.
Y la niebla… la niebla se espesó hasta convertirse en una masa gris que parecía moverse con intención.
El hombre caminaba sin girarse, pero de vez en cuando sus hombros temblaban, como si contuviera un sollozo.
O como si algo dentro de su cuerpo se agitara impaciente por salir.
Ariadna tragó saliva.
—Papá… ¿dónde estamos? —preguntó, aunque sabía que la respuesta no sería tranquilizadora.
La figura se detuvo.
Muy lento.
Sin volverse aún, habló con una voz que vibraba como si fuese emitida por dos gargantas distintas:
—En el umbral.
Ariadna sintió cómo su pecho se apretaba.
—¿El umbral de qué?
—De lo que queda… entre los vivos y los que no pueden irse.
El hombre se giró entonces.
Y el mundo pareció apagarse alrededor.
Los ojos ya no eran ojos.
Eran dos cavidades negras, brillantes como espejos mojados, que no reflejaban nada.
Su piel se había estirado, como si una sombra desde dentro tirara de ella hacia fuera.
Pero su boca… su boca sonreía con una tristeza tan humana que a Ariadna le temblaron las rodillas.
—Te lo dije —susurró la sombra dentro de él—. No debías seguirme.
Y señaló hacia un claro entre los árboles.
Ariadna no quería mirar.
Pero miró.
Había un lago.
O al menos, algo que imitaba un lago.
La superficie era tan oscura que parecía un espejo roto. Las ondas no iban hacia fuera, sino hacia dentro, como si el agua respirara al revés.
En la orilla, Ariadna vio sombras.
Muchas.
Decenas.
Agachadas, de espaldas, murmurando. Como un corrillo de personas rezando al borde del agua.
Pero no eran personas.
Tenían cuerpos humanos, sí… pero sus cabezas colgaban hacia un lado, como si el cuello no pudiera sostenerlas.
Sus brazos eran demasiado largos.
Sus dedos rozaban el agua con desesperación, como si intentaran atrapar algo que no se dejaba capturar.
Y entonces Ariadna escuchó sus voces.
No eran lamentos.
Eran susurros.
Susurros que formaban palabras claramente dirigidas a ella:
—Ayúdanos…
—Quédate…
—Entra…
—Entra…
Ariadna retrocedió, tropezando con una raíz que antes no estaba allí.
—¿Qué… qué son? —preguntó, sin saber si hablaba al hombre o a aquello que lo habitaba.
Él bajó la cabeza, dejando caer su sombra sobre ella como una manta helada.
—Los que no aceptaron su muerte —dijo—. Los que quisieron volver. Los que siguieron voces que no debían seguir… igual que tú.
Ariadna sintió un pinchazo, un golpe, un vértigo en el pecho.
—Papá… —susurró—. Si de verdad eres tú dentro de eso… dime qué hago. ¿Me voy? ¿Te dejo aquí?
La figura dio un paso hacia ella.
La niebla vibró alrededor, como si el aire estuviera conteniendo la respiración.
Y entonces dijo, con la voz humana, rota, inolvidable de su padre:
—Hija… yo ya no estoy aquí.
Ariadna sintió que se rompía por dentro.
Y antes de que pudiera responder, la otra voz—la profunda, la que no era humana—completó la frase:
—Pero tú sí.
El lago empezó a agitarse.
Las sombras se levantaron.
Y una de ellas, elevando la cabeza por primera vez, dejó ver un rostro que no debería existir:
el de Ariadna… pero más viejo, más hundido, con los ojos vacíos.
Señaló hacia ella con un dedo negro.
—Ya era hora —dijo su doble—. Te hemos estado esperando.
El agua del lago empezó a tragar luz, tragando el cielo, tragando todo.
Y Ariadna entendió que no había seguido a su padre.
Había seguido al lugar donde él se había perdido.
Y a ese lugar… no le gustaba dejar ir a nadie.
PARTE IV
El Rostro Que No Era Ella
Ariadna sintió que el corazón se le detenía cuando aquella figura —su otro yo, decrépito, vacío, hambriento— levantó la cabeza y la miró con esos ojos que ya no eran ojos.
Eran dos agujeros llenos de intención.
De intención de reemplazarla.
—No —dijo Ariadna, apenas un susurro. Pero el doble sonrió como si acabara de darle permiso.
La sombra de su padre retrocedió, como si ya no pudiera intervenir. Quizá nunca pudo.
El doppelgänger avanzó con movimientos lentos, curvados, como una marioneta que hubiese aprendido a imitar lo humano pero aún no lo dominara del todo.
Cada paso suyo hacía que la tierra palpitara levemente bajo los pies de Ariadna.
—Ese cuerpo… —dijo su doble con su propia voz, pero distorsionada, como si alguien la arrastrara a través del agua— …me pertenece. Tú ya lo usaste bastante.
Ariadna sintió cómo una corriente fría le subía por la columna.
—Yo estoy viva —contestó, dando un paso atrás—. Tú no eres más que… un eco, un error, una sombra.
El doble ladeó la cabeza con un movimiento quebrado.
—Los vivos no vienen aquí —susurró—. Llegaste porque estabas partida. Y las cosas partidas… se reemplazan.
Las demás sombras del lago comenzaron a levantarse, murmurando. No caminaban hacia Ariadna, pero la rodeaban, dejándole solo un camino abierto: hacia ella misma.
Su doble sonrió.
—¿Qué has perdido tú que yo no pueda usar? ¿Qué te queda que yo no pueda imitar?
Ariadna tembló.
Porque sabía la respuesta.
Nada.
O casi nada.
Pero ese “casi” era lo único que no pensaba entregar.
—No puedes imitar mi dolor —dijo Ariadna.
Y al decirlo, lo sintió: su dolor era lo que la sostenía todavía, lo que la había mantenido viva incluso cuando ella misma había querido hundirse.
El doble frunció el ceño, confuso.
—No puedes imitar lo que significó mi padre para mí —continuó Ariadna, con la voz firme—. Ni lo que yo era para él. Ni lo que me hizo seguir adelante.
El doppelgänger abrió la boca, irritado.
—El dolor no te salva… —gruñó—. Te rompe.
Ariadna avanzó un paso, y la niebla pareció abrirse para dejarla pasar.
—Sí —dijo ella—. Pero es mío. Y no pienso entregártelo.
El doppelgänger chilló, un sonido que no pertenecía a ningún ser vivo. Avanzó hacia ella, dedos alargados, sombras estirándose detrás como tentáculos.
Intentó tocar su rostro, como si quisiera arrancarlo de un tirón.
Ariadna dio un paso adelante, valiente, temeraria, desesperada.
Y con las manos temblando, agarró los dedos de su doble.
El contacto fue como tocar hielo mezclado con vacío.
Un dolor punzante subió por su brazo, como si algo intentara adentrarse en su piel.
—No puedes ocuparme —susurró Ariadna, con los dientes apretados—. Porque yo sigo aquí. Aunque duela, sigo aquí.
El doble gritó.
Aulló.
Se retorció como si una fuerza invisible lo estuviera quemando desde dentro.
El clima cambió: la niebla retrocedió como si tuviera miedo, las sombras se arrastraron hacia el lago, y el agua empezó a agitarse con violencia.
—No… —jadeó la criatura, encogiéndose, deformándose— …no puedes… no debes seguir… tú eras débil…
—Era —respondió Ariadna—. Ya no.
La figura se desplomó sobre el suelo, derritiéndose en una masa oscura que se desintegró como ceniza negra empujada por un viento inexistente.
El eco de su propio grito se apagó en la superficie del lago.
Ariadna quedó sola.
Solo ella.
Por primera vez desde que empezó todo, el silencio no era hostil.
Detrás, la sombra de su padre observaba. Ya no tenía ojos humanos. Pero había algo en su postura… una suavidad, un gesto… que ella reconoció.
—¿Puedo irme? —preguntó Ariadna, con un hilo de voz.
La sombra no habló.
Pero asintió.
Muy despacio.
Y el sendero hacia el mundo se abrió, como si la niebla se plegara para dejarla pasar.
Ariadna dio un paso.
Luego otro.
Y justo antes de cruzar el umbral, la figura—su padre o aquello que quedaba de él—susurró:
—No vuelvas… aunque me veas.
Ariadna cerró los ojos.
Y caminó hacia la luz.
PARTE V
Lo Que Entra Con La Luz
Ariadna cruzó el umbral del parque igual que quien sale de un sueño demasiado real: con la respiración entrecortada, la piel fría y la sensación de que algo se ha roto, aunque no sabes exactamente qué.
El mundo real la recibió con un extraño silencio.
Las farolas estaban encendidas: debía de ser ya de noche, pero ella no recordaba oír el paso de las horas. Caminó hasta su casa como si sus pies decidieran por ella, sin pensar, sin sentir.
Cuando cerró la puerta tras de sí, un peso se desplomó en su pecho: alivio… y algo más.
Algo que no sabía nombrar.
El salón estaba igual.
El pasillo, igual.
El reloj, igual.
El sillón vacío donde su padre ya no se sentaba… igual.
Pero Ariadna sabía que algo había cambiado.
Era como entrar a una habitación que huele exactamente igual, pero intuís que alguien ha movido los muebles medio centímetro. Algo demasiado sutil para ver, demasiado grande para ignorar.
Intentó respirar hondo.
Se dijo que estaba cansada.
Que era normal sentir cosas raras después de lo ocurrido.
“Lo ocurrido”.
Ni siquiera podía darle forma a esas palabras.
Fue entonces cuando lo escuchó.
Un clic suave.
El sonido de una cerradura cediendo.
Ariadna se quedó inmóvil.
La sangre dejó de moverse en sus venas.
Porque aquello no lo había imaginado.
La puerta de la calle acababa de abrirse.
Lentamente.
Como si alguien la empujara con la mano más cuidadosa del mundo.
Ella tragó saliva.
—¿Quién… está ahí? —preguntó, con la voz temblando como si fuese la de una niña perdida.
No hubo respuesta.
Otro sonido, este más nítido:
Pasos.
Pasos muy ligeros, casi imperceptibles… pero dentro de su casa.
Ariadna buscó algo con la mirada: un objeto, un arma, un refugio. Solo encontró el silencio. Un silencio que se tensaba, como si la propia casa contuviera la respiración.
—Estoy sola —dijo para sí misma—. No puede ser real. No puede…
Pero los pasos se acercaron por el pasillo.
Despacito.
Regulares.
Inhumanamente constantes.
Y ahí lo notó.
Un detalle mínimo, pero devastador:
No eran pasos de una persona.
Eran demasiado suaves.
No hacían peso.
No hundían el suelo.
Se acercaban a ella sin presencia.
Como si no estuvieran hechos de carne.
Como si no estuvieran realmente ahí.
El aire se volvió helado.
Y entonces lo oyó:
—Ariadna… —susurró una voz desde el pasillo.
La voz era familiar.
Profundamente familiar.
Su padre.
Pero no la voz distorsionada del umbral.
No la voz vacía del doppelgänger.
Era la voz exacta, perfecta, humana de su padre cuando aún vivía.
El corazón de Ariadna dio un vuelco doloroso.
—Papá… —susurró, sin querer creer, sin querer acercarse, sin querer moverse.
La figura no se mostraba.
Solo hablaba desde la oscuridad del pasillo.
—No debiste dejarme allí… —dijo la voz, suave, casi triste.
Ariadna dio un paso atrás.
—No eres él —dijo en un hilo de voz—. No puedes serlo.
Silencio.
Un silencio tan profundo que parecía absorber la luz.
Y luego, la misma voz, idéntica a la de su padre, pronunció algo que él le decía cuando era niña, cuando tenía miedo a la oscuridad:
—Ven conmigo, Ari. No voy a hacerte daño.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
Porque su padre jamás la llamaba Ari.
Nunca.
Ni siquiera cuando estaba cariñoso.
Ese diminutivo no era de él.
Ese detalle… no lo conocía nadie más.
El ser que imitaba su voz lo sabía.
Lo estaba usando.
Se estaba acercando.
Ariadna retrocedió hasta pegar la espalda contra la pared.
Y entonces lo comprendió de golpe:
Su doble no la había vencido.
Solo había perdido tiempo.
La verdadera sombra… ya la había seguido de vuelta.
Los pasos se detuvieron justo detrás de la esquina del pasillo.
A un metro de ella.
Ariadna sintió que una mano fría—muy fría—rozaba la pared, deslizándose hacia donde ella estaba.
La voz habló una última vez, más cerca, más precisa:
—Si tú estás aquí…
—…¿entonces quién volvió contigo?
Ariadna sintió cómo el mundo se le vaciaba debajo de los pies.
Y la figura, sea lo que fuera, empezó a asomar la sombra por la esquina.
PARTE VI
El Cariño Que No Era Amor
La sombra dobló la esquina.
Ariadna contuvo la respiración.
Primero vio un hombro. Luego la curva del cuello. Y finalmente… el rostro.
Era él.
No una imitación torpe, no un eco vacío, no una máscara mal hecha.
Su padre, idéntico, perfecto:
la barba corta, las arrugas en los ojos, la expresión cansada de quien amó demasiado en vida.
Pero cuando la miró… Ariadna supo que algo estaba horriblemente mal.
Sus ojos estaban llenos de emoción.
Demasiada emoción.
Una devoción tan profunda, tan intensa, tan sofocante… que no era humana.
Era una obsesión.
—Ariadna —dijo él, o lo que fuera—. Por fin.
La muchacha retrocedió, el corazón golpeándole contra las costillas.
—No eres él —logró decir—. No puedes ser él.
Él sonrió con ternura.
Una ternura tan perfecta que dolía.
—Recuerdo cuando lloraste el primer día de colegio —susurró la criatura, dando un paso hacia ella—. Recuerdo cómo temblabas y cómo te abracé tan fuerte que dejaste de sollozar. ¿Recuerdas, Ariadna? ¿Cómo podría saber eso alguien que no te ama?
Ariadna sintió un pinchazo de dolor en el pecho.
Era un recuerdo tan íntimo, tan pequeño, tan inocente… que nadie más podía conocer.
Salvo su padre.
—Eso no te pertenece —murmuró ella—. Son mis recuerdos. Son suyos. No tuyos.
La criatura ladeó la cabeza, con un gesto casi dolido.
—Pero están aquí dentro —dijo, tocándose el pecho—. Yo los tengo. Yo los siento. Todo lo que él te amó… yo también puedo amarte.
Ariadna tembló.
Aquel era el verdadero horror:
no era un monstruo imitando emociones.
Era un monstruo que había absorbido emociones reales… y ahora las usaba como un arma.
—Quiero cuidarte —continuó la figura, acercándose despacio—. Igual que él lo hizo. Mejor que él lo hizo. Él falló cuando murió. Yo no fallaré. Yo estoy aquí. Yo soy lo que queda de él. Lo que te queda a ti.
Ariadna sintió un sudor frío bajar por su espalda.
La criatura extendió una mano.
Una mano cálida.
Humana.
Tan parecida a la de su padre que dolía verla.
—Déjame ser tu padre ahora.
Ariadna apretó los dientes.
Retrocedió un paso más.
—Mi padre nunca me pediría eso —dijo con voz rota—. Él me enseñó a soltar, no a aferrarme. Tú estás… torcido. Usas su amor, pero no lo entiendes.
Los ojos de la criatura se entrecerraron.
Y toda la ternura se volvió algo más oscuro.
—No —susurró—. Tú no lo entiendes. El amor más fuerte… es el que no deja ir.
Y de pronto, la casa se estremeció.
Las sombras en las paredes se estiraron como dedos.
La temperatura cayó en picado.
La figura avanzó un paso más, y su piel pareció ondular, como si algo dentro de ella se agitara, ansioso, hambriento.
—Puedo darte lo que él ya no podía —susurró—. Una protección perfecta. Un amor eterno. Sin fallos. Sin muerte. Sin ausencia. Solo tú y yo.
Ariadna sintió que las lágrimas le subían a los ojos.
Era demasiado parecido.
Demasiado tentador.
Demasiado cruel.
—Tú no me amas —escupió ella—. Solo quieres ocupar su lugar.
La criatura sonrió…
pero ya no era una sonrisa triste.
Era una sonrisa posesiva.
—Si él no volvió contigo, y yo sí…
—entonces la hija que necesito…
—eres tú.
Ariadna dio un paso atrás.
La criatura avanzó otro.
Los dedos cargados de cariño enfermo se extendieron hacia su mejilla…
Y Ariadna entendió que aquello no iba a detenerse.
Para sobrevivir al monstruo que había robado el amor de su padre, tendría que enfrentarse no a un enemigo… sino a los recuerdos que más le dolían.
FINAL
El Padre Que No Podía Morir
El doppelgänger dio un paso más hacia ella, con esa sonrisa torcidamente paternal.
Ariadna retrocedió, sabiendo que ya no había razonamiento posible, que aquel ser no buscaba consuelo ni redención, sino reemplazo.
Su amor no era amor.
Era posesión.
—Ariadna… ¿por qué no me dejas quererte? —susurró con voz quebrada, imitando a la perfección la tristeza de su padre.
—Déjame ser quien necesitas.
Ariadna negó con la cabeza, temblorosa.
—No te necesito.
No como tú quieres.
Las palabras lo hirieron.
Literalmente.
Una grieta oscura recorrió el rostro del monstruo, como si su piel fuera porcelana bajo un golpe emocional demasiado fuerte.
Y entonces sus ojos se llenaron de ira.
—Él te falló —rugió la criatura—. ¡Yo no te fallaré jamás!
¡Nunca te dejaré!
Nunca.
Algo dentro de su cuerpo se agitó.
Sus brazos se estiraron, las sombras se arremolinaron alrededor de él como un enjambre oscuro.
Toda la ternura anterior se convirtió en una furia enfermiza, infantil, desesperada.
—Soy tu padre ahora.
YO SOY TODO LO QUE TE QUEDA.
Ariadna sintió el terror más puro.
El terror de entender que no había nada humano en aquella criatura… salvo el amor robado.
Y ese amor era infinito.
Infinito y torcido.
—¡No! —gritó ella, por primera vez con una fuerza que no sabía que tenía—. ¡Tú no eres él! No puedes ocuparlo. Y no voy a dejarte.
El monstruo lanzó un chillido de dolor.
Un chillido que rompió las lámparas, agrietó la pared, sacudió la casa desde dentro.
Y se lanzó hacia ella.
Lo que siguió no fue una pelea.
Fue una lucha titánica, desesperada, entre una hija que solo tenía su humanidad…
y un ser que solo podía existir si ella lo aceptaba.
Ariadna corrió por el pasillo mientras el doppelgänger retorcía el espacio a su alrededor, apareciendo a su lado, delante, detrás, como una sombra hecha de culpa y necesidad.
—¡No me dejes! —bramaba—. ¡No me abandones como él te abandonó!
¡Déjame quedarme contigo!
Ariadna tomó una silla y la estrelló contra su rostro.
La madera atravesó su cabeza… pero su cabeza se cerró de nuevo en un susurro húmedo.
No podía matarlo.
No podía herirlo.
No podía razonar con él.
Solo huir.
Llegó a la puerta.
La abrió de golpe.
El viento de la noche la golpeó como un golpe de realidad.
Corrió.
Corrió sin mirar atrás.
Pero aun así lo escuchó:
—Ariadna…
No puedo perderte…
Estoy aquí.
Siempre.
La criatura salió de la casa, su silueta recortada contra la luz, temblando como una figura recién formada.
No corría.
Caminaba.
Tranquilo.
Seguro.
Él no tenía prisa.
La tendría siempre.
Ariadna escapó esa noche.
Escapó al amanecer siguiente.
Escapó durante semanas, meses, años.
Cambió de casas.
De ciudades.
De países.
No importaba.
Cada tanto, una puerta se abría sola detrás de ella.
Una voz que conocía demasiado bien la llamaba en un susurro.
Un reflejo en un escaparate mostraba un rostro que no debía estar allí.
El amor robado del doppelgänger era eterno.
Y la eternidad no se rendía.
Ariadna sabía que nunca la alcanzaría.
No del todo.
Pero tampoco dejaría de buscarla.
Su vida se convirtió en movimiento constante.
En noches sin dormir.
En correr con el corazón encogido, siempre mirando sobre el hombro.
Porque el monstruo que la perseguía no quería matarla.
Ni dañarla.
Ni atormentarla.
Solo quería amarla.
Un amor más fuerte que la muerte.
Más fuerte que la razón.
Más fuerte que ella.
Y esa era la peor condena.
El último pensamiento que Ariadna tenía cada vez que llegaba a un lugar nuevo era siempre el mismo:
“¿Cuánto tardará en encontrarme esta vez?”
Y en algún lugar, muy cerca o muy lejos, la misma voz respondía, amorosa, paciente, eterna:
“No te preocupes, Ariadna.
No voy a dejarte.
Algún día volveremos a estar juntos.”
Ese día, lo sabía, sería el fin.
Pero mientras tanto…solo podía seguir corriendo.
Hasta el final de sus días.
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