2050
La reacción de los habitantes de la Tierra ante el duelo entre los dos colosos y la posterior transformación del Centinela en el 3I/ATLAS, es de un terror existencial absoluto, mezclado con una extraña forma de veneración mesiánica. La humanidad ha dejado de ser la protagonista para convertirse en simples hormigas observando una guerra entre deidades.
Valería, una joven huérfana de profunda mirada, contempla el cielo con tristeza. La presencia de la nave nodriza, cuyas extremidades de metal y carne biomecánica sostienen las nubes, ha provocado un colapso psicológico colectivo. La joven imagina los millones de personas que huyeron de las costas, temiendo que se volviera a reproducir la lucha gravitatoria entre los titanes y provocara tsunamis que podrían llegar a borrar continentes enteros, pese a su juventud, ha descubierto que la posibilidad de sobrevivir en las grandes urbes, es imposible. El estruendo de los rayos del latido del 3I/ATLAS silenciaron la actividad humana. La gente se refugió en los sótanos y cuevas subterráneas, rezando a dioses antiguos y nuevos.
Ante un poder tan incomprensible, nació una nueva religión extremista. Miles de personas abandonaron sus hogares para peregrinar hacia las "piernas" del Centinela que se hunden en la tierra.
Grupos de personas intentan sincronizar sus cánticos con el latido electromagnético del 3I/ATLAS, creyendo que si la máquina detecta su devoción, los defenderá del rayo de otras Naves invasoras.
Muchos empiezan a tatuarse o marcarse con los símbolos de los Niños del 3I/ATLAS, viéndolos como los únicos intermediarios entre la humanidad y el gigante.
La Liga, que antes ostentaba el poder militar, se encuentra ahora en una posición de impotencia tecnológica.
Los ejércitos convencionales se desintegran; los soldados abandonan sus puestos al comprender que sus tanques y aviones son como juguetes frente a la armadura del Centinela.
Los líderes mundiales debaten en búnkeres si deben atacar la nave nodriza (por miedo a su mutación orgánica) o ayudarlo, sabiendo que si el 3I/ATLAS cae, no dejará a nadie vivo.
Valeria lidera la Resistencia de los "Desconectados", un grupo de supervivientes que rechaza tanto a la Liga como al 3I/ATLAS. Se esconden entre las ruinas de la "Zona Muerta" donde la tecnología no llega, intentando preservar la pureza humana. Para ellos, el Centinela no es un salvador, sino el parásito final que ha convertido a la Tierra en su propio cuerpo.
El sentimiento general es de una espera agónica, han pasado 25 años y los terrícolas siguen mirando miran arriba, pensando si el desenlace en el duelo entre El Centinela y el 3I/ATLAS será decisivo en el devenir del mañana y si se convertirá en una esperanzadora nueva era para la humanidad o simplemente el primer día de su extinción bajo una nueva forma de vida metálica.
La Zona Muerta ejerce una fascinación enfermiza sobre los "desconectados", ya que les parece que no es solo un territorio baldío: es un cementerio de la física y la biología. Valeria ha organizado un grupo de exploradores, con la intención de encontrar algún lugar donde aposentarse de manera definitiva. Equipados con trajes de plomo y respiradores de ciclo cerrado, se adentran en el sector donde 3I/ATLAS descargó su primer "Pulso de Disolución".
Buscan el Núcleo de Datos de la Liga, un satélite caído que contiene las coordenadas del último refugio humano sin mutaciones. Pero lo que encuentran es una experiencia de terror que desafía la cordura.
Al cruzar la frontera de la zona, el sonido muere. No hay viento, sólo una presión constante en los oídos.
Experimentan la desagradable sensación de que se ha producido una osificación del entorno.
Todo lo que era orgánico se ha convertido en una sustancia similar al coral grisáceo. Los árboles parecen manos suplicantes hechas de hueso, y el suelo cruje como si estuvieran caminando sobre millones de cáscaras de huevo.
Es un paraje que tiene infinitas coincidencias con la desolación de Chernóbil. En las paredes de las ruinas, las sombras de las personas que fueron desintegradas por el pulso de 3I/ATLAS permanecen "impresas", pero con una diferencia aterradora: las sombras se mueven lentamente cuando nadie las mira directamente.
El grupo se detiene a mitad de camino hacia el cráter del impacto, el equipo experimenta el primer fenómeno de "Ecos de Carne", un eco que parece reverberar y les persigue, como una sombra silenciosa.
La zona tóxica provoca en los exploradores todo tipo de alucinaciones auditivas y, comienzan a escuchar las voces de sus propios familiares en sus cascos de radio, pero las voces no hablan, solo emiten el código binario distorsionado del Centinela.
El grupo de "desconectados" tiene su primer encuentro con los "Acechadores del Vacío", criaturas utilizadas por el 3I/ATLAS para recolectar material genético. No tienen rostro, solo una superficie de espejo que refleja el miedo de quien los mira. Se mueven sin masa, apareciendo y desapareciendo entre los pliegues de la realidad fracturada.
Al final experimentan el Horror Biomecánico cuando se encuentran con un antiguo escuadrón de La Liga. No están muertos; sus cuerpos han sido "reensamblados" por la radiación de la Zona Muerta. Sus extremidades han sido reemplazadas por chatarra oxidada que se mueve por impulsos nerviosos agónicos. Sus ojos, aún humanos, suplican un final que nunca llega.
Cuando finalmente localizan el Núcleo de Datos, la realidad se rompe. El suelo no es tierra, es una membrana palpitante. Comprenden que la Zona Muerta no es un lugar vacío, sino el estómago de 3I/ATLAS que ha empezado a digerir la corteza terrestre desde dentro.
Uno de los exploradores grita al ver que sus propias manos están empezando a volverse transparentes, revelando circuitos de luz en lugar de huesos. El terror es absoluto: no hay dónde huir, porque la Zona Muerta se expande con cada latido del 3I/ATLAS en el horizonte.
En el corazón de la Zona Muerta, el silencio sepulcral es devorado por un castañeo metálico. Los desconectados, atrapados entre las ruinas de lo que fue una metrópolis, se ven rodeados por los Depredadores de Datos, las criaturas más voraces y aberrantes de este nuevo ecosistema.
Estas criaturas no tienen una forma definida; son masas de cables nerviosos envueltas en un caparazón de cristal negro, restos de la materia vitrificada por 3I/ATLAS. Los cazadores de calor biológico son monstruos que no ven la luz, pero detectan el pulso eléctrico del corazón. Para ellos, los humanos son "baterías" que deben ser consumidas para alimentar su propia existencia híbrida.
Los desconectados, dominados por el terror biomecánico que despierta en ellos el asedio de las criaturas aberrantes del lugar, emprenden una huida frenética, donde el silencio es tan denso que se puede oír el flujo de la propia sangre, tropiezan con una anomalía topográfica que no figuraba en ningún mapa de la Liga. Es una una cueva siniestra, una entrada que no parece erosionada por el viento, sino masticada por la tecnología.
Bajo una colina de ceniza vitrificada, los desconectados descubrieron una fisura que exhalaba un aire con sabor a cobre podrido y ozono.
No había rocas, sino placas de blindaje de la Nave Nodriza que se habían fundido con el granito, creando una boca de dientes metálicos oxidados.
Alrededor de la cueva, el suelo estaba sembrado de restos de drones de la Liga, todos desmantelados con una precisión quirúrgica, como si algo los hubiera desarmado para entender su funcionamiento.
Al adentrarse, las linternas del grupo iluminaron un escenario de horror biomecánico.
La cueva era en realidad un conducto de desecho del Atlas, una zona donde la máquina expulsaba el "código corrupto" y los metales impuros.
Del techo colgaban cables de fibra óptica que habían mutado para parecerse a raíces orgánicas, goteando un fluido negro que reaccionaba al calor humano, estirándose hacia los exploradores como dedos hambrientos.
La cueva era el hogar de los desechos de la evolución.
Allí habitaban versiones fallidas de los Hemovoros; criaturas que no pudieron completar su simbiosis y que ahora eran masas de metal y carne en constante agonía, alimentándose de cualquier rastro de mineral orgánico que cayera en su dominio.
En lo más profundo, los Desconectados encontraron una "consola" hecha de huesos humanos y circuitos quemados. Los Desconectados comprendieron con pavor que alguien —o algo— había estado intentando hackear al Atlas desde ese rincón olvidado, usando restos de los colosos para construir una IA rebelde y deforme.
El pánico fue instantáneo. Uno de los hombres, al rozar una de las paredes, sintió un pinchazo, una Ninfa de Datos corrupta intentaba extraer el hierro de sus venas. Presa de pánico intento apartarse de la pared, porque las ninfas pululaban produciendo un desagradable chirrido, que hería profundamente los tímpanos. Algunos miembros del grupo trataron de cubrirse los oídos, protegiéndolos.
—"¡Esto no es un refugio, es un vertedero de almas!"— gritó la líder del grupo antes de ordenar la retirada.
El interior de la "cueva" deja de parecerse a la geología natural para revelarse como la placa base de un titán. Al entrar, los aventureros se sienten como partículas de polvo atrapadas dentro de una supercomputadora de escala kilométrica.
En lugar de paredes de roca, hay paneles de vidrio templado oscuro y láminas de grafeno que se extienden hacia una oscuridad infinita. Lo que parecían estalactitas son, en realidad, disipadores de calor masivos: miles de láminas de cobre y cerámica que vibran con un zumbido constante, expulsando un aire caliente que huele a silicio quemado y ozono.
Por el suelo y las paredes corren haces de cables de fibra óptica trenzados, gruesos como troncos de árboles. No están quietos; pulsos de luz cian y ámbar recorren su interior a velocidades vertiginosas, iluminando la cueva con ráfagas rítmicas. Es el tráfico de datos del Centinela, procesando los datos en tiempo real.
A los lados del camino principal, se alzan torres de módulos de memoria translúcidos del tamaño de edificios. En su interior, miles de luces LED diminutas parpadean frenéticamente. Cada parpadeo es un recuerdo de la Tierra o un cálculo balístico contra 3I/ATLAS. El grupo camina sobre rejillas metálicas que filtran una luz ultravioleta, similar a la de los sistemas de esterilización de un laboratorio. Caminan con cautela tratando de evitar el roce, pues temen una posible descarga letal si entran en contacto con los módulos.
En el centro de la cueva se abre en una cámara circular dominada por un bloque colosal que pulsa con un calor insoportable. Es el Procesador Central. Está rodeado por tuberías de refrigeración líquida transparentes donde fluye un líquido neón que mantiene la temperatura del sistema. Aquí, el ruido es un rugido estático, el sonido de billones de transistores operando al unísono.
Lo más inquietante es que, entre los engranajes y los chips, hay materia orgánica. Los niños han construido sus camas sobre los ventiladores gigantes que expulsan aire templado, y han usado los cables sobrantes como puentes colgantes. Para ellos, no es una máquina; es un hogar con calefacción infinita.
Cuando "los desconectados" activan su pulso de interferencia, la "cueva" reacciona como un IAOT, sufriendo un error crítico de sistema:
Las luces cian pasan a un rojo de advertencia (BSOD).
Los ventiladores se aceleran hasta alcanzar un aullido ensordecedor.
Las paredes de cristal empiezan a agrietarse por el sobrecalentamiento.
El pulso de interferencia iónica de los desconectados no destruye el sistema; lo que hace es desencadenar el Protocolo de Emergencia, El interior del Centinela, el AIOT gigante, no se apaga caóticamente, sino que se bloquea en un estado de latencia forzada para protegerse del "ciberataque" de los intrusos. De pronto se produce un silencio abrupto que rompe el rugido ensordecedor de los ventiladores masivos y el zumbido del procesador central cesan instantánea y completamente. El silencio que sigue es casi tan aterrador como el ruido anterior. El sistema ha entrado en suspensión.
Las vibrantes luces de diagnóstico, cian y rojas que recorrían los cables de fibra óptica se apagan. Solo quedan unas tenues luces de diagnóstico ámbar parpadeando lentamente, indicando un estado de bajo consumo y error de sistema no crítico.
El sistema de refrigeración líquida se detiene y un frío repentino se apodera del lugar, provocando escalofríos en el grupo. El calor sofocante del procesador central comienza a disiparse, reemplazado por un frío gélido que se filtra a través de las rejillas. El aire huele ahora a plástico frío y componentes inactivos.
Las paredes musculares y las juntas hidráulicas que habían empezado a cerrarse sobre los aventureros se detienen a mitad de movimiento. El entorno entero se congela, como una imagen fija en un monitor.
El grupo se encuentran ahora atrapados en una "cueva" que es, efectivamente, un ordenador en hibernación.
Los drones de La Liga quedan inmovilizados, su IA interna incapaz de funcionar sin el entorno energético activo del Atlas. Sus luces se apagan y caen al suelo como chatarra inerte.
Los aventureros tienen un respiro. Las criaturas de la Zona Muerta que los perseguían, al depender del pulso energético del Atlas para moverse, también se han quedado "congeladas" en el exterior, a pocos metros de la entrada sellada.
Ahora están en un silencio incómodo, con suficiente tiempo para decidir su próximo movimiento. El sistema está "durmiendo", pero saben que es una medida temporal. Tarde o temprano, la máquina se reiniciará, y el terror volverá.
Los aventureros están a oscuras dentro del hardware. Solo se oye el goteo del refrigerante estancado. Deben decidir si intentan un "reinicio manual" antes de que la Nave Nodriza aproveche la vulnerabilidad para desintegrar el planeta.
En el cielo, los invasores ven que el Centinela se muestra inerte. Están preparando su arma final, pensando que el gigante ha muerto, sin saber que solo está en modo de espera.
Los generales en el búnker ven la "Pantalla Azul" de sus monitores. Han dejado al mundo indefenso por un error de cálculo. ¿Enviarán a alguien a "reparar" lo que han roto o huirán al espacio?
Es un delirio de horror tecnológico puro. Están ante el "pantallazo azul" de un dios mecánico, y el destino de la humanidad depende de unos aventureros atrapados en los circuitos de una entidad que ya no sabe si es una CPU o un ser vivo.
Mientras tanto en el interior del Atlas en suspensión, el aire se vuelve rancio.
Los desconectados no están asustados; están en trance. Se han conectado a los puertos de datos inactivos, intentando mantener la temperatura del sistema con su propio calor corporal. De repente, un aventurero tropieza con un cable de alimentación principal. Al tocarlo, no recibe una descarga eléctrica, sino una descarga de memoria. Momentáneamente se desestabiliza y pierde el equilibrio, un compañero impide que se precipite sobre uno de los terminales que al presentar una energía inusual, inquieta a todo el grupo.
En un segundo, visualiza billones de años de historia galáctica: el Atlas fue "descargado" de una dimensión de puro cálculo.
La Liga, al tanto de las maniobras de los desconectados en el interior de la cueva, intenta ayudarlos enviando una señal de "despertar remoto", desde el exterior para reactivar el sistema, pero el hardware está demasiado dañado por el pulso iónico. Solo hay una forma de socorrer al grupo, mediante un puente manual.
Uno de los aventureros, cuya mente ya está fracturada por el pánico, decide que él será el "fusible". Se introduce en el socket vacío del procesador central, donde los pines de oro son del tamaño de lanzas.
Al cerrar el circuito con su propio cuerpo, el sistema detecta una señal de entrada. La "cueva" entera es espasmódica. Las luces ámbar pasan a un blanco cegador.
No es un pitido de BIOS. Es un rugido de billones de ventiladores arrancando a la vez, creando un vacío que succiona el aire de los pulmones de los presentes.
El horror biomecánico se reinicia en Modo Seguro, pero con todos los limitadores de energía desactivados. El Atlas se está overclockeando.
En la superficie, los ojos del Centinela se vuelven blancos y su piel de metal líquido empieza a hervir.
El Centinela, que estaba en hibernación, ve cómo el Atlas se lanza hacia el no con armas, sino con un campo de gravedad distorsionado que empieza a comprimir su estructura como si fuera una lata de refresco.
Es un final apocalíptico: la máquina ha decidido que para salvar el sistema, debe destruir todo lo que no sea parte de su "disco duro". Los terrícolas en el interior son ahora solo archivos temporales esperando a ser borrados.
El grupo comprende al borde del frenesí que se encuentra en ese punto máximo del delirio ciber-apocalíptico: la situación ha escalado tanto que las leyes de la lógica humana se han roto. Estamos en un escenario donde la tecnología es indistinguible de la magia negra y el terror cósmico.
Lo que está ocurriendo en las entrañas del Atlas es un caos de información.
El Atlas ya no se comunica con palabras. La Liga solo recibe ráfagas de código binario que, al ser escuchadas, provocan que los tímpanos sangren o que la gente empiece a ver el mundo en píxeles.
Los aventureros dentro de la cueva ven cómo las texturas del mundo se "rompen". Una pared de metal puede volverse líquida o transparente porque el procesador del Atlas está sufriendo un error de renderizado de la realidad.
La comprensión se abre paso en la mente torturada de los exploradores y descubren que se han convertido en errores de sistema dentro de una entidad que está procesando el fin del universo a una velocidad que el cerebro humano no puede procesar.
Al final, la lucha entre El Centinela y el Atlas vuelve a convertirse en un choque de frecuencias: dos inteligencias infinitas gritándose en un idioma de dimensiones superiores mientras los desconectados, escondidos en los túneles del 3I/Atlas, solo puede esperar a que el "reinicio" no los borre del mapa.
Es el triunfo del delirio tecnológico: una historia donde el manual de instrucciones se quemó hace eones y el botón de "pausa" ha dejado de funcionar.
El grupo comprende que no están en una cueva, sino dentro de un motor de cálculo que está a punto de "formatear" el entorno para salvarse del mal interpretado ataque de La Liga.
Las paredes no son de roca. Son de una textura fibrosa y húmeda, estriada por gruesos haces de cables que palpitan rítmicamente. El grupo acaba de comprender, con un horror que les hiela la sangre, que no están en una cueva: están en las entrañas del Centinela Caído.
Una de las criaturas se desprende del techo. Tiene el torso de un soldado de La Liga, pero sus extremidades son cuchillas hidráulicas que vibran a una frecuencia capaz de despedazar el acero. No emite un rugido, sino que reproduce, a través de una garganta de metal, los gritos de auxilio de las víctimas que devoró en el pasado.
Las criaturas se mueven mediante parpadeos de realidad. Un segundo están a diez metros y, al siguiente, están sobre el pecho de un aventurero, atravesando su traje de plomo con apéndices que inyectan nanomáquinas corrosivas.
La líder del grupo, Valeria, intenta defenderse con un rifle de pulsos, ve con horror cómo la criatura absorbe la energía de su arma antes de que pueda disparar. El monstruo crece, sus circuitos brillan con una luz azulada y su piel de cristal se regenera instantáneamente.
—"¡No disparéis, se alimentan de nuestra tecnología!", grita, pero es tarde.
La oscuridad de la cueva se llena de chispas y olor a carne quemada. Los aventureros descubren que estas criaturas son los "anticuerpos" de 3I/ATLAS, diseñados para limpiar el planeta de cualquier rastro de vida independiente antes de que la nave nodriza termine su mutación.
Atrapados en un callejón sin salida, los supervivientes ven cómo los ojos de las criaturas (docenas de lentes de cámaras antiguas injertadas en carne viva) parpadean al unísono. La cueva ha dejado de ser un lugar de búsqueda para convertirse en un matadero tecnológico.
Presos de una urgencia casi suicida, el grupo se lanza de cabeza a una hendidura abierta en el suelo vitrificado, buscando escapar de las garras de cristal de los depredadores. La entrada es estrecha y está recubierta de una sustancia viscosa y fría que brilla con una luz tenue y violácea. Al principio, creen haber encontrado una cueva natural, una burbuja de seguridad bajo el infierno de la superficie, pero el terror escala a un nuevo nivel cuando encienden sus linternas.
El grupo de exploradores contempla el techo de la nueva "cueva" y descubren es una caja torácica de titanio recubierta de tejido muscular sintético que aún intenta contraerse. Cada paso de los aventureros provoca un eco biológico; el suelo, blando y elástico, reacciona a su peso como si estuvieran caminando sobre una lengua gigante.
Del techo gotean fluidos negros y ácidos —aceite hidráulico mezclado con bilis biológica— que corroen sus trajes de protección. El aire es denso y huele a ozono y a descomposición orgánica.
En la profundidad de la cavidad, un sonido rítmico y pesado retumba en sus pechos. Es el núcleo de energía del Centinela, que aún late débilmente. No es una máquina apagada, es un organismo en coma que está siendo "digerido" y reconectado a la red del 3I/ATLAS.
Mientras avanzan por lo que parece ser el esófago mecánico del titán, sus luces iluminan algo que les quita el aliento: filas de cuerpos humanos (posiblemente otros aventureros o soldados de La Liga) incrustados en las paredes de la cueva. No están muertos; están siendo utilizados como "procesadores biológicos", con cables de fibra óptica insertados directamente en sus columnas vertebrales.
—"Esto no es un refugio", susurra la médico del grupo, viendo cómo los ojos de uno de los cautivos se mueven frenéticamente bajo los párpados cerrados. —"Es una estación de procesamiento... estamos dentro de un estómago que piensa".
De repente, la "cueva" comienza a cerrarse. Las paredes musculares se contraen y los esfínteres de acero de la entrada se sellan con un rugido hidráulico. El Centinela muerto ha detectado "materia orgánica nueva" en su interior y ha comenzado el proceso de asimilación.
Ante la sensación de pánico extremo que experimentan sus hombres, Valeria intenta tranquilizarlos, pero no puede evitar la reacción extrema e impredecible e irracional de algunos de ellos. En los más jóvenes el pánico se transforma en un estupor hipnótico cuando las paredes de carne mecánica del Centinela se abren, expulsando al grupo de aventureros hacia una inmensa cavidad que desafía toda lógica.
El miedo no era solo a la muerte, sino a la pérdida de la identidad biológica ante el avance de la fauna silicio.
Entraron en pánico con la distorsión del entorno. Los exploradores, acostumbrados a la lógica de la superficie, se rompieron cuando el 3I/ATLAS entró en suspensión.
Las paredes de cristal empezaron a proyectar los miedos subconscientes de los exploradores como si fueran errores de renderizado. Veían a sus seres queridos disolviéndose en píxeles.
El aire vibraba tanto que los empastes de los dientes y los huesos del cráneo resonaban.
—"¡Sacadme de aquí! ¡Siento cómo me están borrando el nombre!"— gritaba Luis, uno de los geólogos mientras se golpeaba la cabeza contra un panel de grafeno.
Cuando los Hemovoros y los Acechadores aparecieron, el pánico se volvió físico y violento.
Al ver a los Hemovoros reptar por las tuberías, Sara, la ingeniera, entró en un estado catatónico. —"¡Están buscando mi sangre! ¡Siento el imán en mis venas!"— sollozaba, mientras intentaba arrancarse las venas con las uñas para "sacar el hierro" antes de que los bichos lo hicieran.
Tomás, cegado por el pavor, empezó a correr sin rumbo por los pasillos de ventilación, poniendo en peligro a todo el equipo al activar accidentalmente sensores térmicos que atrajeron a más depredadores. En su delirio, gritaba que el 3I/ATLAS era un "estómago de Dios" y que ellos eran el alimento.
En el cubículo previo a la encapsulación, la conversación era un eco de desdicha:
—"¡No es una cueva, es una trampa! -Dijo Marcos, mientras luchaba por respirar- La Liga nos dijo que Kaelen nos salvaría, pero nos ha traído al matadero. ¡Mirad esas sombras! ¡Se mueven al ritmo de mi corazón!"
—"¡No me toques! Si nos tocamos, - Gritó Elena, con los ojos desorbitados) -el circuito se cierra y nos descargarán el alma. ¡He visto a los niños! ¡Ya no son humanos, son terminales! ¡Prefiero morir aquí que ser una pieza de repuesto para este monstruo!"
—"¡Es maravilloso! ¡Ni Dios entiende este código! —"Exclamó Julián, preso de una risa histérica —"¡Somos archivos temporales, chicos! ¡Aceptad el borrado!".
Valeria contemplaba la escena, llorando de desesperación al verse impotente.
El pánico alcanzó su cenit cuando vieron las primeras manchas de Corrosión Viva en su propia piel.
Al ver el brillo cian bajo su cutis, la sensación de estar siendo "minados" por una inteligencia invisible les llevó a realizar locuras: uno de los exploradores intentó quemarse el brazo con un soldador para detener la cristalización del metal en su sangre.
Este horror fue lo que obligó a la Liga a intervenir de emergencia, teniendo en cuenta que tenían perfectamente localizado al grupo de "desconectados", accedieron por control remoto a sus mentes, induciendo el "sueño de protección" para evitar que los exploradores se autodestruyeran antes de que la Mariposa de Metal pudiera nacer en sus conciencias.
La Liga, ajena a la compleja simbiosis que han descubierto los aventureros, ve la situación de forma simple: un equipo de reconocimiento se ha infiltrado en territorio hostil y ha transmitido una señal desde una zona de alta peligrosidad (la fusión del Centinela 3I/ATLAS). Su deber es rescatarlos, sin importar el costo para el ecosistema local.
La operación de rescate, denominada "Martillo de Thor", se pone en marcha con la eficiencia militar que caracteriza a La Liga.
La Liga despliega una escuadra de élite de Drones de Infiltración Pesada. Estos aparatos descienden a través de fisuras volcánicas, dirigiéndose a la forma de calor detectada.
Los drones están equipados con un generador de pulsos de interferencia iónica que, en teoría, debería "cegar" los sensores del 3I/ATLAS y abrir un corredor seguro. La Liga cree que la máquina es solo hardware, sin comprender su conexión vital con el ecosistema.
Extraer a los cinco aventureros y bombardear la ubicación.
Mientras los aventureros intentan explicar la inminente llegada de fuerzas externas, el suelo de la cueva comienza a vibrar. Esta vez, no es el latido familiar del 3I/ATLAS, sino una frecuencia aguda y antinatural.
—"Es la Liga", dice Valeria, sus ojos reflejando preocupación. —"Creen que sois prisioneros. Creen que el 3I/ATLAS es un enemigo sin mente. Su rescate podría tener consecuencias catastróficas".
Los DIP irrumpen a través de una pared de la cueva. El generador de pulsos iónicos se activa, y el efecto es inmediato y catastrófico:
El pulso interfiere con la compleja red del 3I/ATLAS. El ecosistema local sufre una desestabilización violenta. La nave nodriza reacciona con una fuerza incontrolable, y la estabilidad gravitatoria del planeta se descontrola momentáneamente.
Los drones de La Liga intentan "acordonar" a los aventureros, ajenos al daño que están causando al entorno. La misión de rescate se ha convertido en un desastre ecológico no intencionado.
La desestabilización del 3I/ATLAS abre una ventana de oportunidad. Se encuentra en órbita, intentando detectar alguna interferencia y debilidad en su escudo, dispara un rayo destructor de mundos directamente hacia las coordenadas de la base subterránea de La Liga.
Los aventureros están atrapados entre los drones que intentan "salvarlos" y la furia de la nave nodriza herida, dándose cuenta de que la operación de rescate ha condenado al único santuario real que quedaba en la Tierra.
Los desconectados han sobrevivido a las entrañas del coloso solo para descubrir en una exploración que roza la locura, el corazón del 3I/ATLAS: los refugios de los niños.
Los refugios, excavados en la roca viva, se abren ante los aventureros como heridas en la corteza terrestre. La luz escasa revela una red de túneles y cámaras interconectadas, un laberinto diseñado para proteger y albergar a aquellos que buscan refugio de la superficie inhóspita.
No es una única gran ciudad, sino una serie de asentamientos dispersos y especializados. Los refugios son estructuras sólidas, construidas con materiales resistentes a las condiciones extremas del exterior y conectadas por pasadizos y conductos de ventilación.
A diferencia del terror que vivieron en la Zona Muerta, aquí hay un orden riguroso. Miles de personas, con rostros marcados por la dureza de su existencia, se mueven en un silencio respetuoso. No hay lujos ni distracciones; sus manos trabajan en el mantenimiento de los sistemas vitales, orquestando la supervivencia del asentamiento.
Al ver a los aventureros —sucios, heridos y al borde de la locura—, los habitantes muestran cautela, pero también una especie de curiosidad silenciosa. Para ellos, estos recién llegados son una variable inesperada en un sistema que busca la estabilidad a toda costa.
En el centro de cada refugio, los aventureros ven cómo la comunidad se reúne. No hay demostraciones efusivas, solo una conexión profunda. Están compartiendo recursos y conocimientos para que el asentamiento tenga la fuerza necesaria para resistir las amenazas del exterior.
El pánico que traían se disipa, reemplazado por una realidad aterradora: los habitantes no son prisioneros; son los custodios.
—"Habéis traído el eco del exterior", dice uno de los habitantes, cuya voz es grave y resonante. —"Este lugar no necesita vuestra inquietud, necesita vuestro entendimiento".
Los desconectados comprenden que estos refugios son el lugar más seguro del planeta, pero el precio para quedarse es adaptarse a un modo de vida austero y disciplinado. Afuera, el mundo se acaba; aquí dentro, la humanidad se aferra a su existencia.
Comentarios
Publicar un comentario