LA PROCESIÓN DE LA SANTA DEMONIA



Tras un accidentado viaje en avión, llegamos a primera hora de la mañana a la ciudad andaluza y nos hospedamos en un hotel que se encontraba en las afueras de Sevilla. Y, nosotras, fieles seguidoras de la “Virgen del Puño” valoramos la cercanía porque así evitaríamos tener que coger algún medio de transporte. Así que teníamos en perspectiva patearnos todos los rincones de aquella ciudad andaluza y sin duda alguna, llegaríamos a conocer sus lugares más emblemáticos.

Cualquier viajero tiene que comprender que cuando se encuentra en tierra extraña hay que intentar comprender la particular idiosincrasia de sus gentes. Intentar criticar el contradictorio comportamiento de los sevillanos es injusto ya que es fruto de su bagaje socio-cultural. Aún hoy me pregunto como un pueblo cargado de reivindicaciones y sufrimientos ha conservado hasta el más mínimo detalle esa tradición. ¿Cómo se puede defender e idolatrar un festejo religioso con tanto fanatismo? Pero, no es mi propósito hablar de religión y mucho menos de la lluvia que, por cierto, acude a su cita puntual cada año, llenando de congoja y desesperación a los sevillanos. Observándoles "in situ" una comprende que su religiosidad no tiene nada que ver con el misticismo y su idolatría es más bien un paréntesis entre la vida real y su concepción de la eternidad, eso constituye el rasgo distintivo de la Semana Santa Sevillana.

Después de acomodarnos en el hotel y tomar un pequeño refrigerio en la cafetería, iniciamos la visita. Pronto, descubrimos que la distancia que separaba el hotel del centro histórico de la ciudad era bastante considerable, pero se subsanó aligerando la marcha, cuando llegábamos a las inmediaciones de la Giralda yo ya no podía con mi alma y buscaba un banco con desespero, pues mis pies, enfundados en unas bambas, ardían. Mi hermana no se encontraba mejor que yo, así que cuando le insinué que descansáramos un poco, no se hizo de rogar. Teníamos frente a nosotras la imponente Giralda que parecía contemplarnos, majestuosa, desde su imponente altura. Me pareció grandiosa, dorada, impóluta, parecía resistir airosamente los estragos del tiempo.

- Como las procesiones son por la noche y nos quedan algunas horas qué te parece si visitamos ahora la Giralda… Le dije a mi hermana.

- Sí pero antes descansamos, porque estoy agotada…

Las ganas por adentrarnos en las entrañas misteriosas de la Giralda eran tan grandes que al poco rato nos encaminamos hacia el monumento con toda la ilusión del mundo. Pero, antes se cruzó en mi camino una gitana, Antonia la esquivó con gracia, pero yo no tuve tanta suerte y me tocó "en gracia"… Me leyó la buenaventura en contra de mi voluntad, porque me cogió del brazo para que no me escapara y muy guasona la mujer me dijo:

- Anda, dame "algo", - me hablaba en un tono tan bajo que casi no entendía sus palabras, mientras extendía la mano hacia mí- que vas a tener cuatro churumbeles “mu salaos” - me soltó con la gracia típica que derrochan algunos gitanos.

- ¡¡¡Sí, ya me dirás... cómo no sea por obra del espíritu santo…!!!. La gitana me miró extrañada como si no comprendiera lo que le quería decir, pero antes de que preguntara, aproveché un momento de distracción de la mujer y me escapé….

- ¡¡¡EHHHHHHH, no te vayas….!!! la oí decir, pero ya estaba bien lejos. A los pocos metros, me reuní con mi hermana que se partía de risa a mi costa.

- No sé cómo te las arreglas, pero siempre te enganchan...- Y, tenía razón, siempre me pescan.

Cuando llegamos al lugar donde se levantaba la Giralda experimenté una gran emoción al contemplarla tan grandiosa. Su belleza me parecía deslumbrante, parecía como si los siglos no pasaran por ella.  El antiguo minarete de la mezquita sigue dominando la ciudad imponente. Cuando penetramos en el interior para visitarla, descubrimos  la existencia de una rampa que sirve de acceso hasta la terraza superior. Y, es que para sorpresa nuestra,  la Giralda no tiene escalera, sino esta rampa que permitía al Sultán ascender a la torre montado a caballo. Intentamos la subida, pero el desnivel era muy pronunciado y un dolor persistente en las pantorrillas nos hizo desistir del empeño. Así que nos quedamos sin ver la preciosa veleta de bronce que corona la torre.

Seguimos paseando por la ciudad,maravilladas con el perfume de azahar que impregnaba el ambiente, tras una larga caminata, en la que tuvimos que eludir alguna que otra mierda de perro, nos acercamos hasta el Guadalquivir, con la esperanza de encontrar alguna tasquita en la que tapear esos “pescaítos fritos” tan ricos, pero es imposible, tascas y tabernas abundan en las orillas del río, pero en ellas no cabe ni un alfiler. En el interior entre fritangas y manzanilla los clientes abarrotaban los locales y se escuchaba la música estruendosa que amenizaba el local y las ruidosas conversaciones que mantenían los clientes.

Deambulando por la ciudad acabamos en el barrio de Santa Cruz, una preciosa muestra de casitas encaladas y balcones con gran profusión de geranios. Comer en uno de aquellos deliciosos restaurantes fue nuestra mejor opción y se puede confesar que disfrutamos del condumio. La comilona y la paliza nos convenció que lo mejor era coger un taxi que nos acercara hasta el hotel para reposar la comida y de paso dar una cabezadita para afrontar la madrugá sevillana.

Tras el sueño reparador despertamos con las energías renovadas y dispuestas a recorrernos toda la Sevilla nocturna y sus pintorescas procesiones. Salimos de la habitación cargadas de guías y folletos informativos y muchas ganas de “fiesta”.

Desistimos de la idea de recorrer a pie el trayecto que nos separaba del centro histórico de Sevilla, así que optamos por coger un taxi. Era un hombre que parecía estar de muy buen humor, además demostraba ser muy locuaz, poco tímido y no tuvo ningún problema a la hora de entablar conversación con nosotras. Tras manifestar sus tendencias políticas y después de ofrecerse como nuestro cicerone particular para visitar la ciudad, acabó contándonos una leyenda muy misteriosa, que consiguió despertar nuestro interés porque estos temas siempre nos han apasionado, el hombre nos advirtió que evitásemos los lugares pocos transitados porque ese era el itinerario que seguía un paso muy terrorífico, una supuesta “Procesión de la Demonia” de la que muy poca gente hablaba porque se suponía que era fantasma. El hombre nos dio todo tipo de detalles en relación a la supuesta Procesión, pero nosotras con las más típicas ya teníamos bastante.

El taxista nos dejó cerca del río y tras pagarle, encaminamos nuestros pasos hacia el centro histórico en busca del itinerario que debían seguir las procesiones. Era fácil dar con él ya que la afluencia de gente indicaba que no deberían de tardar mucho en pasar.

Se apoderó de nosotras una creciente sensación claustrofóbica, con la gran afluencia de público y la presencia inquietante de los nazarenos y sus capirotes surgiendo de todos los rincones. Imperaba un ambiente tan opresivo que, por un momento, nos sentimos rodeadas por todas partes por aquellas criaturas que casi parecían sobrenaturales, y que aparecían por todas partes. Se acercaban con determinación y yo les contemplaba con el corazón en vilo, dejando escapar un suspiro de alivio cuando les veía pasar de largo.

Mientras tanto, tuvimos ocasión de comprobar que Sevilla por la  noche es una autentica maravilla, con las luces iluminando sus monumentos de forma elegante y atenuando la oscuridad de los rincones y callejuelas de un casco antiguo por el que debió de perderse un romántico Gustavo Adolfo Bécquer. Ciudad pintoresca y llena de bellas evocaciones del pasado que no consigue atenuar la enorme muchedumbre de gente que invade sus principales calles durante los festejos en la Semana Santa.

Cuando el cansancio hizo mella en nosotras decidimos retirarnos y apresuramos el paso todo lo que nos permitían nuestros pies torturados, nos sorprendió que había desaparecido por completo la aglomeración de fieles que enfervorizados habían formado parte del cortejos en las procesiones...

Avanzábamos por la calle silenciosa y desierta y las luces de las farolas parecían hacer guiños sobre las fachadas de las casas de la calle. Caminando sin rumbo fijo llegamos hasta una pequeña iglesia que se encontraba en las afueras del centro histórico. Estábamos completamente desorientadas y por eso consultamos en la guía en qué lugar nos encontrábamos…

Pero no conseguíamos dar con aquella calle, ya que se encontraba en una zona donde se suponía que debía haber un parque y, allí lo que existía era una calle empedrada con adoquines y a ambos lados destacaba la presencia de unas casas de grandes soportales, que parecían de otro tiempo.

Una luz verdosa impregnaba el lugar y provocaba intensos escalofríos que no eran debido al frío nocturno. Aquella visión irreal casi me congeló el ánimo. Nuestros pasos retumbaban contra el adoquinado y parecían multiplicarse como si un grupo de gente nos siguiera. Era un momento tan inquietante que nos detuvimos para contemplar si alguna hermandad o cofradía venía detrás de nosotras, pero una mirada hacia el final del callejón nos hizo comprender que allí no había nadie. Parecía como si nos hubiéramos convertido en las únicas supervivientes de un desastre nuclear. Nos fijamos en que no existían rastro de basuras o desechos que indicaran que por allí había pasado alguna procesión, la situación no podía ser más extraña.

 De pronto, en el silencio de la noche, se escuchó una saeta, sentí alivio después de todo era sabido que las procesiones vagaban por la ciudad durante toda la noche. Nos dirigimos en la dirección del solemne redoble del tambor y los dolientes acordes de la saeta, la voz lastimera rasgaba el silencio de la noche, como si fuera un alma en pena…

Pronto alcanzamos una esquina, en la que nos ocultamos, buscando el amparo de la oscuridad pues no teníamos idea de con qué nos podíamos encontrar… En aquel momento vimos el fuego de las antorchas que portaban los nazarenos  y creímos escuchar el murmullo del cortejo cada vez más cerca…

Casi conteniendo la respiración, vimos a los costaleros como arrastraban sobre sus hombros un paso sobre el que descansaba  una extraña figura diabólica, con el cuerpo andrógino, como retorcido por el dolor, con cuernos de animal, cabeza de hombre, pechos de mujer y alas en la espalda, un rabo muy largo y una lengua descomunal asomaba entre sus dientes afilados.

La imagen era grotesca y para colmo de males creímos detectar un fulgor rojizo entre los ojos  de los nazarenos y penitentes a través de las rendijas del capirote, que tuvo la facultad de ponernos los pelos de punta… Y, el redoble de tambores y la saeta parecía brotar de las entrañas del subsuelo, aquello me heló la sangre y un temblor incontenible se apoderó de mis piernas…

- Dios, qué es eso- Comentó mi hermana mientras me cogía con fuerza del brazo.

- No sé, creo que es la procesión de la que nos ha hablado el taxista… -La voz no me salía del cuello.

Decidimos irnos detrás para ver a dónde se dirigía. El cortejo de la Semana Santa llegó hasta las mismas tapias del cementerio que se suponía debía de ser el de San Fernando, porque en Sevilla no hay otro y vimos como se abrían sus puertas, aparentemente cerradas. Entonces, se escucharon gemidos y golpes metálicos. La procesión se perdió en el interior. Allí abundaban los panteones y las estatuas de personas, la muerte, los ángeles y gárgolas. Era un lugar renegrido y la mayoría de sus construcciones estaban devoradas por el moho, los árboles descarnados extendían sus ramas desnudas hacia todos los lados, las raíces habían crecido desmesuradamente provocando grietas profundas.

Era un lugar tenebroso, pero eso no detuvo nuestra decisión de adentrarnos en aquella metrópolis de los muertos. Seguimos la procesión por aquel paraje desolador. La estela de luna nos guiaba por aquel sendero de muerte y dibujaba sombras terroríficas en los rincones más ocultos del camposanto. De repente, volvimos a escuchar los cánticos fúnebres y el redoble de tambor y esta vez sonaron demasiado cerca. Intentamos huir, pero fue demasiado tarde, de todos los puntos del cementerio empezaron a surgir los siniestros nazarenos portando las antorchas. Nosotras poseídas por un pánico sin límites intentábamos huir, pero ellos nos cortaban cualquier via de escape. Sentí un fuerte golpe en la cabeza y poco a poco todo se fue borrando, todo, menos el extraño fulgor rojizo de sus ojos.

Más tarde, fui encontrada vagando por algún paraje, cantaba saetas y cantos fúnebres, y como me empeñé en encaramarme en uno de los pasos con la pretensión de suplantar a la Virgen de la Esperanza de Triana en su trono, fui internada en algún lugar para gente desquiciada y por las noches veo el fulgor rojizo de unos ojos que no dejan de contemplarme. No recuerdo, pero la cordura ya no habita en mi cerebro, se perdió para siempre en una noche muy lejana.

Un día, le pregunté a la enfermera que me atendía, que cuándo me iban a dar el alta. Y, la monja me contestó con evasivas. Me fijé en su peculiar forma de vestir, ya que no llevaba llevaba el hábito religioso, y, en cambio, lucía una bata azul celeste y cubría sus cabellos con un pañuelo blanco,  colgaba de un cuello un gran crucifijo que ella acariciaba en ese momento, mientras me contemplaba con cara adusta. Intenté incorporarme pero unos correones me mantenían sujeta a la cama. Una mueca que intentaba ser una sonrisa se dibujó en su rostro arrugado por el tiempo. Pero cuando se separó de la cama y se dirigía hacía la puerta pude comprobar que no tenía piernas, que se alzaba unos centímetros sobre el suelo.

Aquello acabó con la poca lucidez que me quedaba, desesperada intenté librarme de las correas y eso atrajo la atención de la espectral hermana de la Caridad que volvió la cabeza y me encontró debatiéndome con furia sobre la cama...

- Tranquila, tu destino ya está sellado, si sigues empeñada en desatarte sólo conseguirás hacerte más daño. Relájate, sólo es un pequeño problema de adaptación....- Las palabras de la monja tenían un tono socarrón y apenas pudo contener una risotada. Entonces volvió la cabeza y vi un fulgor rojizo en su mirada y el pánico más atroz se abrió paso en mi mente enferma.

                                                                  ***

Es un relato de ficción inspirado en la Semana Santa de Sevilla, cualquier parecido con personajes o situaciones reales, es mera coincidencia.

Me he inspirado en la Procesión de la Diablesa  para mi relato porque es una de las más extrañas y pintorescas del folclore español.

En esta extraña procesión, un diablo alado, con cuernos y con pechos femeninos,  cuyo cuerpo central es una gran cruz, con un paño de lino asido a sus maderas y clavada sobre un mar de nubes que tapan un globo terráqueo. Integran la composición cinco ángeles rodeando el mundo que representan los diferentes atributos de la pasión del Señor. Un esqueleto reposa en el suelo.

Mañana recorrerá las calles del municipio alicantino de Orihuela en la procesión del Sábado Santo, espera ser declarado Bien de Interés Cultural (BIC).

La Diablesa es el único paso en Semana Santa en la que la figura del Demonio se pasea por las calles en procesión, acompañado de un cortejo formado por el peculiar sonido oriolano de las cornetas, la presencia de enigmático Caballero Cubierto y las impresionantes tallas de los maestros del Siglo de oro, la convierten en algo único.

Bueno, creo que el mensaje que oculta esta enigmática procesión viene a ser como una metáfora de la maldad que esconde la jerarquía católica que dirige la iglesia. Poniendo en evidencia la esencia de una tradición tenebrosa, un funesto aporte de la iglesia católica a la celebración del dolor y el sadomasoquismo, en definitiva, penitencia, miedo y castigo.

Los demonios y diablesas, los súcubos y los íncubos, ángeles caídos y ejércitos infernales, tienen mucho que ver con la jerarquía católica y se llevan especialmente bien. Así que para algunos será menos molesta que ver la del "Coño insumiso" recorriendo  las calles de Sevilla.

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