martes, 8 de mayo de 2012

LA MUJER AVARICIOSA


En tiempos remotos, existía una mujer inmensamente rica, dueña de un gran castillo repleto de riquezas, tanto era su poder que nadie conocía cual era el origen de ese caudal inagotable.

Los muros de su lujosa mansión exhibían obras de arte de incalculable valor y una ostentosa decoración se desparramaba por todos los rincones de la casa. Una gran abundancia de piedras preciosas colgaba de los muros de la impenetrable fortaleza. Pero a la mujer todo le parecía poco y cada día que pasaba crecía en ella un insaciable apetito por atesorar más. Nada detenía sus pocos escrúpulos ya que no dudaba en ponerse un antifaz cuando salía a altas horas de la noche en busca de aquello que le parecía lo más valioso. Se adueñaba con violencia de todo lo que llamaba su atención. Presa de su obsesión por lo ajeno no dudaba en apoderarse de aquellos objetos que pertenecían a su servidumbre. Pero, un día que se encontraba al acecho en el bosque a la espera de una víctima a la que desposeer de lo más preciso, descubrió en el centro de la floresta un grupo de personas que ella conocía demasiado bien porque formaban parte de su servicio, se encontraban formando un círculo y entonando unos cánticos misteriosos que tuvieron la facultad de estremecer la fibra más sensible de su ser.

En el centro del círculo formado por los sirvientes de la señora, aparecía un monigote tirado en el suelo al que se le iban clavando alfileres, completaba la tétrica escena cuatro velas orientadas según los puntos cardinales. La mujer trataba de comprender la escena que se estaba representando ante sus ojos cuando un hombre se le aproximó y estrechándola entre sus brazos le dijo en un susurro:

“Somos adoradores de Lucifer y has sido objeto de un hechizo demoníaco, a partir de ahora, cada vez que un mendigo se te acerque y te pida limosna, si te niegas, te retorcerás en profundos dolores y nunca tendrás paz… Tan sólo cuando decidas repartir toda la inmensa riqueza que posees entre toda tu servidumbre y los pobres serás liberada de la maldición.”

La mujer lejos de amilanarse con la maldición, pensó que eran tonterías y, por si las moscas, decidió eludir, en el futuro, las situaciones en las que se pudiese dar tal circunstancia. Una sonrisa enigmática y llena de crueldad dibujó los labios de la mujer. Ella pensaba que las maldiciones eran supercherías, simples cuentos para atemorizar a los chiquillos. Y, seguía saqueando todo lo que encontraba, si cabe, con más avaricia. Y, por supuesto, pensaba que la retribución que cobraban sus sirvientes era demasiado excesiva y eso les permitía gozar de unos privilegios que no le correspondían. Tanto apuró la situación robándoles el sustento, que ya fue demasiado tarde, su antigua servidumbre ahora se veía obligada a implorar en las míseras callejuelas de su aldea un mísero trozo de pan. Mientras tanto, en su lujosa mansión la mujer se deslumbraba contemplando el valioso collar y los pendientes que se había comprado con lo que le había saqueado a sus esclavos. Acariciaba con sensualidad las joyas y decidió llamar a una de sus criadas para pavonearse delante de ella. La dueña de la casa contempló con indiferencia como una mujer extremadamente delgada, con unas profundas ojeras, que apenas conseguía mantenerse en pie, penetraba con dificultad en la estancia.

“Señora… – pronunció la pobre criada en un susurro-hace días que mis hijos no tienen qué llevarse a la boca y se mueren de hambre”. Terminó diciendo con los ojos llenos de lágrimas.

“ Sí, pero tu penosa situación se debe a que trabajas poco, no rindes lo suficiente… voy a tener que despedirte”… Las crueles palabras de la dueña de la casa hirieron a la mujer.

“Señora, trabajo duramente durante toda la semana y no sé lo que es un día festivo y aún así no tengo con que alimentar a mis hijos, sólo le pido que me ayude un poco”… Pero antes de que terminara la frase fue interrumpida furiosamente por la señora.

- “Ya te ayudo lo suficiente, ofreciéndote techo, comida y trabajo – gritó encolerizada- ¡¡¡NO NECESITAS NADA MÁS.!!!

Nada más concluir la última frase la acometieron violentos dolores, muy intensos, se apoderaron de sus sienes y sus piernas apenas la sostenían. Su expresión cambió, reflejando el intenso malestar que sentía. La criada al ver a su señora tan enferma no dudó en socorrerla, haciendo caso omiso de los gritos de la infortunada mujer, con delicadeza la condujo hasta la cama donde la depositó con suavidad y le ofreció un calmante.

El dolor era tan intenso que no la dejaba dormir, pero seguía resistiéndose a la necesidad de repartir su fortuna. Pasaron días y el dolor no remitía y por su mente rondó la idea de que quizá sí era la víctima de una maldición y decidió repartir su fortuna. Comenzó regalando el collar y los pendientes a su criada y notó con alivio que el dolor disminuía. Así que no lo pensó dos veces, congregó a toda su servidumbre y recogiendo a todos los mendigos de la calle, repartió su fortuna entre todos ellos y por fin el dolor desapareció para siempre.


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