UN MAL DÍA DE PLAYA

Esto sucedió un verano hace mucho tiempo, tanto que casi no me acuerdo. Mis padres decidieron que haríamos un viaje por carretera para conocer la tierra de mi madre, Cartagena. Nos acompañaban unos parientes que habían venido a pasar unos días con nosotros. El plan original era ir al pueblo natal de mi madre para conocer la casa donde nació y los lugares que frecuentó de pequeña junto con sus hermanos, hasta que ella y toda su familia emigraron a Barcelona a causa de las dificultades económicas que estaban atravesando. Nos detuvimos un par de veces en la carretera, una para comer y las restantes para descansar un poco del largo viaje. Desde el automóvil contemplamos un paisaje inigualable de campos donde se dibujaban los surcos de un arado profundo, en el que se intuían los frutos fecundos que da la tierra. Era una tierra madurada con el sol y sazonada con el tiempo. Su existencia se correspondía con un  paisaje reconocible, más o menos hermoso que nosotras, niñas inocentes, contemplábamos con respeto. Era  un entorno cálido y sugestivo en el que se manifestaban en perfecta armonía cielo, mar y tierra.

El cansancio impuso un descanso obligatorio en uno de los parajes más bellos que he visto en mi vida.

Tenía ante mis ojos un pedazo de playa recóndito, solitario y en perfecta simbiosis con  la brava marea de sus olas rompientes. Resguardada por una hermosa barrera de olivos que delimitaban una pequeña cala agreste y salvaje, suavemente acariciada por la intensa brisa marina.  Las casas de veraneo, ocultas tras higueras y algarrobos se asomaban a través de sinuosos acantilados a las dunas áridas y pinos de la playa.  La serena belleza de aquel lugar nos embriagaba.

Pero el mar estaba embravecido y aunque el baño no era aconsejable, nosotras decidimos mezclarnos con la olas del mar. No sabría decir en qué momento las olas pasaron de ser nuestras compañeras de juego a convertirse en nuestras enemigas, porque estábamos entretenidas con nuestros juegos y no nos percatamos de los cambios que se estaban produciendo sobre el mar.

Recuerdo que aquel día la marea estaba más lejos de lo normal y las olas eran más altas, pero lejos de sentir miedo nos atraían como un poderoso imán. Nos encontrábamos justo en ese punto donde rompen la olas, recibiéndolas con gritos y saltitos. Tanto disfrutábamos con los remolinos que se formaban alrededor de nuestros cuerpos que cuando nos dimos cuenta  estábamos muy alejadas de la orilla y la mar cada vez más picada. Descubrí a mi hermana y a Loli en apuros, demasiado nerviosas, braceando y luchando por escapar de la furiosa acometida del oleaje. Mientras tanto, intentaba nadar, con todas mis fuerzas, pero me envolvían las olas y los remolinos que se formaban bajo mis pies me arrastraban hacia el fondo. Tras tragar una bocanada de agua logré sacar la cabeza y braceando con desesperación intenté mantenerme a flote. Angustiadas en grado sumo, empezamos a gritar pidiendo ayuda, pero nuestros padres creyendo que estábamos jugando no nos hacían caso y nos saludaban con la mano participando inocentemente en lo que ellos creían que era un juego. Viendo que no nos ayudaban y que tendríamos que salir de aquel infierno por nuestros medios. Sacando fuerzas de flaqueza, nos fuimos aproximando y conseguimos cogernos de la mano y agarrándonos con fuerza logramos escapar de aquellas olas traicioneras. Cuando ya estábamos fuera, sentadas sobre la arena tratando de recuperarnos del susto y calmando nuestro corazón desbocado, pensamos en lo que nos había ocurrido. Mi prima nos confesó que ella pudo salir gracias a que una de nosotras le tendió una mano, Antonia y yo dijimos lo mismo. Entonces, Loli, nuestra prima nos dijo toda seria:

…” Aquí hay algo que no entiendo, cuando estábamos en el agua ha pasado algo raro, me han cogido de la mano y gracias a eso y a que nos hemos ayudado entre las tres hemos podido salir, pero yo diría que esa mano que me ha socorrido no era de ninguna de vosotras. Me he puesto nerviosa y no podía pensar. Además lo único que quería era salir cuanto antes”… Terminó diciendo. Y, aunque meditamos durante unos momentos, acabamos olvidándonos del percance. En realidad, tan sólo éramos unas chiquillas de corta edad sin inquietudes espirituales y no insistimos demasiado en el asunto.

 Muchos pensarán que fue Dios quien nos ofreció su mano, pero lo sucedido es algo que siempre hemos tenido en nuestra mente y cuando nos volvimos a encontrar años más tarde, ya adultas, lo comentamos y pensamos que lo que nos libró de la muerte fue el compañerismo, la solidaridad y la certeza de que teníamos que ser responsables de nuestras vidas ayudándonos mutuamente…

A partir de ese día siempre le hemos tenido mucho respeto al mar...



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