jueves, 1 de septiembre de 2011

HIJA DE LA GUERRA CIVIL






He decidido relataros la infancia de mi madre, la historia de una niña de la posguerra que sintió el hambre como un aguijón en el estómago, y la necesidad y privación de lo más necesario como un impulso vital en su existencia.

 Mi madre en la actualidad tiene 76 años, pero no ha dejado de ser aquella niña espabilada y pícara, siempre luchando contra cualquier hostilidad que se le presenta en la vida.

Con esta historia participé en un concurso de Televisión llamado "Explícanos tu vida". No le dieron ningún premio, pero su historia quedó archivada en la UNIVERSIDAD DE ANTROPOLOGÍA CULTURAL de BARCELONA.



LA INFANCIA DE MI MADRE I


Mi madre cuenta que la primera vez que vio a su padre fue vestido de soldado y que no le conoció, pues la guerra comenzó en el 1936 y ella nació en el 1935. Claro, era muy pequeña y tampoco se entusiasmó demasiado cuando se encontró con él, cara a cara. Un total desconocido para ella y sus hermanos. Su madre más preocupada que contenta, lo primero que les dijo fue que no hablasen con nadie de la llegada de su padre, pues creía, y me parece que con fundamento, que había abandonado el frente.

"Cuando finalizó la guerra,-explica mi madre-, mi padre perdió el miedo que le mantenía oculto y buscó trabajo en las minas de la Unión, pues la necesidad apremiaba y tenía a su cargo tres bocas que alimentar. Y, tanto era así, que mi hermano pequeño cuando sonaba la sirena de la minas anunciando la hora de la comida, dejaba lo que estaba haciendo y corriendo como alma que se lleva el diablo entraba en casa exigiéndole a mi madre el plato en la mesa.

Yo, era la mediana de tres hermanos y me convertí en la testigo de los siguientes embarazos de mi madre que ante mis indiscretas preguntas acerca de su estado me respondía que tenía la barriga tan gorda porque había comido judías y tenía muchos gases y, como era muy inocente me creía todo lo que me decía la muy guasona. Tristemente he de decir que padeció más de un aborto espontáneo y la muerte de un hijo con un mes de vida a causa de una pulmonía.

Recuerdo mi infancia con cariño sobre todo cuando iba con mis hermanos a robar guisantes a la huerta del vecino y con qué generosidad siempre hacía la vista gorda, el guarda. A veces nos miraba y decía con una risita de circunstancias,-¡qué poco dan estos bancales!.-"

Evoca con nostalgia la primera muñeca de cartón que recibió en Reyes, lo contenta que estaba y el entusiasmo con que agobiaba a su madre preguntándole : -"¿Cómo podría yo agradecerle a los Reyes esta muñeca que me han traído?. Y, tan pesada me puse, -comenta-, que al final me dijo que los reyes eran los padres. Y, ese día tuve el primer desengaño en la vida.

La muñeca era muy fea, con una goma que enlazaba internamente los brazos y las piernas y así se convertía en algo parecido a un muñeco articulado con una cierta movilidad. Pero, la alegría que tenía con la muñeca duró poco ya que un día que estaba jugando con ella, en la calle, me la dejé olvidada y con la lluvia de la noche mi "preciosa " muñeca se convirtió en algo parecido a un mendrugo de pan cuando lo remojas en agua y claro mi gozo en un pozo. Me quedé sin ella.

El tiempo que vivimos en el pueblo fue una etapa feliz en nuestra existencia y sólo nos importaba jugar con una cabra que en opinión de mi padre era nuestra segunda madre, porque nos habíamos alimentado con su leche ya que mi madre no nos pudo amamantar a ninguno de los tres, era tan poquita cosa.

Disfrutábamos tanto con la cabra y la queríamos tanto que se acabó convirtiendo en nuestra compañera de juegos y llorábamos mucho cuando mi padre tenía que sacrificar a sus hijitos para alimentarnos, y, para colmo de males, nos hacía estar presentes en la matanza. ¿Con qué intención?. No sé. Aún estoy buscando la respuesta.

Prefería quedarme sin comer antes que presenciar como descuartizaba a los cabritillos. Contemplaba sus brillantes ojos agonizantes fijos en mí, extrañamente abiertos y como pidiendo,-¡socorro, ayúdame!. en aquellos momentos mi padre se convertía en una persona muy mala."

A pesar de que era muy pequeña también tiene recuerdos de la guerra civil y se acuerda de las sirenas que anunciaban el inminente bombardeo y de cómo corría la gente enloquecida hacia los refugios en busca de protección.

Recuerda perfectamente la estrechez de aquel agujero inmundo, débilmente iluminado y sin apenas ventilación.

Me confiesa que no podrá olvidar jamás el silencio opresivo, el terror que dominaba a todas aquellas personas que parecían saber en todo momento dónde caían las bombas.

"Nosotros -dice- nos acurrucábamos asustados junto a nuestra madre que siempre trataba de tranquilizarnos y para que no nos moviéramos del sitio, nos decía que por allí habían caballos muertos escondidos. Estos comentarios tan oportunos eran muy efectivos, y, aunque mis hermanos eran unos críos muy traviesos y vivarachos se quedaban paralizados por el terror y no había fuerza humana capaz de arrancarlos del lado de su madre.

Pasábamos muchas horas allí metidos, se hacían eternas, pero cuando cesaba el atronador sonido de las bombas la atmósfera allí reinante se relajaba, empezaban a charlar entre ellos y siempre acababan jugando a las cartas bajo la curiosa mirada de sus inquietos hijos.

Un día mi padre le dijo a mi hermano mayor que fuera a cuidar de los cerdos de un familiar y cada mañana los de la finca le llevaban el almuerzo hasta el lugar donde se encontraba, que solía ser un gran plato de migas que estaban riquísimas y como también nos gustaban a nosotros, cuando intuía que más o menos se las llevaban cogía de la mano a mi otro hermano, el pequeño, y los dos juntos nos íbamos hasta donde se encontraba para "ayudarle a comer", y él cuando nos veía aparecer por allí, pensaba: -¡ Jo, ya están aquí estos dos, y tengo que repartir las migas!.- Pobre, tenía tanta hambre…Y, en parte tenía razón para quejarse ya que nosotros no salíamos de casa con el estómago vacío, precisamente.

A veces íbamos a la casa de estos familiares con mi hermano pequeño y el muy pícaro le decía al niño de la casa: -¡Anda, saca un puñao de almendras que te las voy a partir!- y, empezaba a partir una tras otra mientras le iba diciendo al pobre niño: -¡Esta está falluta, no tiene gajo…! ,- y mi hermano seguía partiendo y comiendo, claro está. Y, el otro niño que era más pequeño y hacía bola cuando comía, apenas las probaba.

Mi hermano no es que fuera mucho mayor que este niño ya que cuando emigramos a Barcelona tenía unos tres o cuatro años, pero, lo cierto es que no hay más verdad que esa de que el hambre agudiza los sentidos.

Íbamos muy a menudo a esta finca porque la madre de este niño era una prima hermana de mi madre y de manera habitual nos preguntaba : -¿Habéis comido?.- A lo que nosotros siempre contestábamos que no, aunque hubiésemos comido , era tanto el hambre que arrastrábamos… Así, ella nos sacaba una gran rebanada de pan de dos dedos de gruesa con manteca de cerdo y azúcar que estaba para morirse.

Nuestros juegos en el pueblo no dejaban de ser un poco salvajes. Mis hermanos pasaban el día cazando pájaros con tirachinas que ellos mismos se fabricaban, o, directamente, a pedrada limpia.

Pero de todos los juegos el que más nos gustaba era uno en el que metíamos a nuestro hermano pequeño dentro de una caja para luego con gran esfuerzo ir arrastrándola hasta la cima de una pequeña colina y, posteriormente, lanzarla cuesta abajo con el crío dentro y creo que si todos los niños tienen ángel de la guarda mi hermano debía de tener algo así como media docena ya que casi siempre llegaba antes él que la caja. Cuando mi madre veía nuestra intención de despeñarlo salía corriendo de la casa gritando, – ¡Qué me lo matáis!,- Y, nosotros al verla tan encedida poníamos "pies en polvorosa "pues sabíamos que se avecinaba una buena tunda.

También me acuerdo de la alegría que llevábamos cuando mi padre nos montó a los tres en la destartalada tartana de unos ancianos vecinos a los que queríamos como si fueran de la familia para ir al bautizo de mi hermano, el menor, que con sus tres años de edad iba más contento que unas pascuas y no sé si era por el paquete de galletas María que le regaló una vecina y que por cierto tuvo que compartir a la fuerza con nosotros, o por el traje que estrenó y en el que se perdía dentro por lo grande que le estaba.

Las condiciones de vida y de trabajo en la mina afectaron negativamente a mi padre ya que al poco tiempo enfermó de silicosis y tuvo que buscar otro trabajo de guarda nocturno en una huerta, pero nuestra situación lejos de mejorar empeoraba día a día y mis padres comprendieron que no había un futuro para nosotros en el pueblo y empezaron a pensar en la emigración como una vía de escape a la solución de sus problemas (tristemente comprenderíamos con el tiempo que no podían estar más equivocados).

Y, así, sin pensarlo demasiado un buen día mis padres decidieron emigrar a Barcelona y sin saber como nos vimos una mañana de madrugada encaramados en lo alto de un carro con los pocos cachivaches que teníamos, las cuatro perras gordas que habían ahorrado con tanto esfuerzo, los cuatro panes que nos trajeron unos ancianos vecinos del pueblo, que ya he mencionado antes, muy apreciados por mis padres, que, cuando se enteraron de que habían decidido irse a Barcelona se ofrecieron a darnos un cursillo de catalán acelerado. Nos enseñaron las palabras más elementales del catalán: aigua, noi, càntir, pa, cigró, etc… Con jocosidad ausente de malicia se reían de nuestra ingenuidad infantil diciéndonos que cuando llegáramos a Barcelona nos pondrían un boñigo en la boca pinchado con un palo porque era lo que hacían los catalanes con los que nunca habían estado en Barcelona.

Y, entre lo que habíamos más o menos aprendido del catalán y el trabajo que le ofrecía un hermano embarcamos en el María Ramos rumbo a Barcelona en una travesía que duró 8 días y 8 noches. El barco, que era un mercancías, hacia escala en todos los puertos que iba encontrando conforme se acercaba a Barcelona, cuando tocó puerto en Valencia, la familia que allí teníamos se acercó con comida, sólo me acuerdo de los moniatos asados y el pan que traían consigo y así arribamos al destino final, donde también nos esperaba familia, un primo de mi madre que era Guardia civil, con otro bocadillo de carne para cada uno, pero, la alegría y la emoción de saber que ya estábamos en Barcelona, nuestra tierra prometida, nos cerraba por completo el estómago y apenas comimos."

Y, hasta aquí la primera parte de la INFANCIA DE MI MADRE, cuando "mi negra " se recupere de este esfuerzo tan grande de memoria que ha hecho comenzaremos la segunda parte que transcurrirá en Barcelona y, que para mí es mejor que la primera, es más triste; pero, igualmente entrañable...



LA INFANCIA DE MI MADRE II


"Después de una larga travesía en barco que duró nueve días y nueve noches, llegamos a Barcelona más muertos que vivos; pero, con la sensación tan agradable de saber que éramos unos privilegiados, porque arribábamos a la ciudad condal con trabajo y vivienda. Pasamos todos los controles sin ser detenidos, ni confinados en el castillo de Montjuïc, como les había pasado a otros compañeros del viaje, por no traer la carta de trabajo y la vivienda en el bolsillo. Si esta gente no era reclamada por ningún familiar se volvían a sus lugares de origen. A nosotros nos reclamó un pariente, un hermano de mi padre, que tenía casa en Barcelona y nos ofreció su techo, durante una corta temporada. El tiempo justo y necesario para que mi padre encontrara trabajo y una casa donde vivir.

Mi tío tenía tres hijos y, posteriormente, nacieron dos más y aún vendría algún que otro familiar del pueblo que se encontraba en las mismas condiciones que nosotros.

Todas nuestras esperanzas se frustraron nada más llegar al hogar de nuestros tíos; pues no habían dormitorios suficientes en su casa. Acabamos durmiendo los tres hermanos en 6 sillas, amontonados, y mis padres en la habitación del piso de unos vecinos.

Al poco tiempo de llegar a Barcelona hice la primera comunión y recuerdo aquel día con mucha guasa.

Mi primoroso traje de comunión me lo regalaron los catequistas y estaba hecho con una sábana; porque yo, que era muy "devota" iba cada domingo a misa. Ataviada con mis galas y con más humos que una chimenea inicié una azarosa peregrinación para que me vieran amigas y vecinas de mi madre, atravesamos los antiguos terrenos del campo de Barcelona, removidos por las excavadoras que empezaban las obras del mismo.

Esta llegó a ser la cruz más pesada de mi existencia. ¡ Qué vergüenza pasé aquel día!. Muy pequeña era, pero me di cuenta de que, lo que mi madre estaba haciendo era "pedir" entre sus conocidos y familiares.

Durante trece largos años se alargó la estancia en el hogar de mi tío, que, en un principio creíamos más corta, pero que se fue prolongando años y años, porque nuestra situación social lejos de mejorar, empeoraba día a día. Teníamos unos excelentes vecinos que, al ver nuestras limitaciones nos ayudaron todo lo que pudieron, y, así fue como entre la familia y los vecinos que teníamos, pudimos ir tirando. Unos, ofreciéndonos una habitación donde dormir; otros, dándonos de comer.

Confieso que hemos encontrado gente muy buena que, en el peor de los momentos supo matarnos el hambre y darnos un techo bajo el que cobijarnos.

A pesar de que Barcelona estaba arrasada por la Guerra civil, en aquel tiempo se dejaban sentir en las calles el alegre regocijo de las radios encendidas. Y, en la barriada se disfrutaba de la inocente seguridad de tener la puerta abierta todo el día, sin temores, ni recelos. Y, en las cálidas noches de verano sentados en el quicio de la puerta tomábamos el fresco en amable compañía, escuchando "Los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós" y los retrógrados consejos de la Fortún durante el día.

De los duros días de la Posguerra recuerdo el hambre, la miseria y un bullicioso enjambre de niños jugando en la calle y practicando todo tipo de pillerías y travesuras.

Pasábamos la vida en la calle, porque en casa los niños se convertían en un estorbo. Un día, que estábamos jugando en la calle, una de mis amigas me hizo meterme en un huerto y robar una berenjena enorme para ella; pero, al final, me la quedé yo que no tenía ni un pelo de tonta.

Mis hermanos campaban a sus anchas, por todas partes, con sus amigos, jugando al fútbol y destrozando alpargatas, para desgracia de mi madre.

A veces, el pequeño corría detrás de críos más grandes que tenían la costumbre de provocar a los perros, cuyos dueños, enfadados, los soltaban y, estos, enfurecidos, salían a la carrera detrás de los críos y, claro, mi hermano que estaba en desventaja se quedaba el último, porque era el más pequeño, siempre era alcanzado y se llevaba un mordisco en el culete.

Como era costumbre en estos casos, mi madre se encargó de llevar a mi hermano al zoo durante unos veinte días, para que le pusieran la vacuna antirrábica. Después, cuando nos volvimos a encontrar, nos dijo que le habían puesto una "indisión", como él la llamaba en su jerga particular, en la barriga y que no le habían hecho daño porque había sido muy valiente.

Un día, mi madre llegó a casa hecha un mar de lágrimas y desesperada de preocupación y angustia, porque ella, muy responsable, siempre seguía a rajatabla todas las medidas de precaución que le indicaban en el zoo. Intentaba que no se mojase demasiado. Pero, aquel día, cuando pasaron por debajo de unas obras de construcción coincidió que, los paletas arrojaban al vacío un cubo de agua y le cayó todo encima a mi pobre hermano. Mi madre se alarmó y se asustó mucho … Pero al final no sucedió nada…

Nuestras vacaciones eran una delicia, algunos domingos por la mañana, mi madre y algunas amigas nos llevaban a la playa a todos los críos del barrio. Cogíamos el tranvía que iba siempre atestado de gente y no cabía ni un alfiler. Entonces, entre varias mujeres metían a mi madre, era tan menuda, y a algunos críos, por la ventanilla del vehículo, porque por la puerta era imposible de tan lleno de gente como iba.

Otros días, buscábamos colillas para que mi padre pudiera fumar, preferiblemente, en las entradas de las iglesias.

Recuerdo que, cuando tenía más o menos 12 años, mi madre se empeñó en llevarme al entierro de una tía suya, muy querida. Cuando llegamos al velatorio, que se realizaba en la misma casa de la muerta, me llevé tal impresión que creo que no la olvidaré jamás. Allí me encontré con un grupo de gente que no conocía de nada. Y, mientras, unos charlaban animadamente; otros, en cambio, no tenían consuelo. Cuando, tras los pésames y los saludos de rigor que fue dando mi madre, nos metimos en una habitación iluminada por las dos enormes velas de unos candelabros, situados a ambos lados de la cabecera de la cama, donde se encontraba acostada la muerta, totalmente amortajada de negro, peinada con un moño y sin decir ni "mu". Yo sólo tenía una cosa en la cabeza y era salir corriendo; pero, para colmo de males, mi madre me obligó a besarla en la frente. Recuerdo aquel hecho como algo terrorífico ya que cuando la besé, tuve la amarga sensación de estar rozando con los labios una barra de hielo de lo fría que estaba.

De aquella amarga experiencia durante el entierro, me quedó una atracción morbosa hacia la muerte y todos los entierros, convirtiéndose en una de mis aficiones favoritas ir a la puerta de la iglesia del barrio para ver los entierros.

Justamente, enfrente, había un pequeño taller de fundición, y, el aprendiz, cuando el patrón no se encontraba en el taller, acostumbraba a ponerse en la puerta.

El crío, un día que iba con mis amigas a ver uno de estos entierros, al verme me dijo: -" Chafardera, marrana, vete a tu casa a fregar platos"- Y, yo, que le oí, me encendí, y, ni corta, ni perezosa, le tiré una piedra y le escalabré. A la mañana siguiente, el crío, muy airado, me esperaba en una esquina, para darme una tunda. Pero, una amiga me puso sobre aviso: -"Alfonsica, el crío que escalabraste ayer te está esperando"- Y, yo, que siempre he sido muy "prudente", sin que el crío me viera, le di la vuelta a la manzana y, así me libré de él.

Las travesuras no estaban reñidas con la pobreza, sino muy al contrario, se agudizaban. También, yo llevo la cabeza toda llena de señales de pedradas que me han tirado, pero son de mis hermanos, porque cuando se tienen cuatro o cinco años, se tira una piedra y nunca sabes a dónde va a parar, ni a quién vas a escalabrar.

Teníamos un espíritu ahorrativo, pues esperábamos a las mujeres que salían del mercado cargadas con sus bolsas de la compra y, nosotros, muy diligentes, nos ofrecíamos a llevárselos hasta su casa.

Las mujeres no rehusaban nunca nuestra ayuda y casi siempre nos pagaban con una naranja y dos céntimos. Utilizando estos últimos para alquilar bicicletas, nuestra debilidad. Una de las veces, mi hermano pequeño, que era tremendo, cogió carrerilla en una cuesta y no pudo controlarla y fue a estrellarse de narices contra una tapia. Dejó la bicicleta con las ruedas cuadradas. Y, para, sacarle del apuro, la cogí y yo misma la devolví, diciendo que estaba estropeada porque unos gitanos la había visto, les había gustado y nos la querían quitar. El propietario parece que se creyó nuestra mentira. Y, ahí se acabaron nuestros juegos con las bicicletas.

De mi época colegial sólo diré que la escuela era un martirio para mi. Y, como decía mi padre, costaba una peseta.

Cuando inicié la escolaridad pensé que mi vida quedó hipotecada y me parecía más una cárcel para niños donde los profesores te gritaban y pegaban con una vara sobre las yemas de los dedos si no eras obediente, yo me las arreglé, para no tener que pasar por semejante trance. Aunque no me entusiasmaba el colegio ya que era una niña muy salvaje y rebelde, sin embargo, diré que, era muy aplicada y cumplía siempre con mis tareas escolares.

Me sentí atraída por mujeres de la historia de España y me aprendí de memoria sus nombres y sus historias, con la típica morbosidad de una niña que confundía la negra historia de España, con los personajes de los cuentos.

Sentía mucha curiosidad por Doña Urraca, que nunca entenderé como un padre pudo escoger tal nombre para una recién nacida, Doña Berenguela, Inés de Castro y, cuando me explicaron que esta última fue coronada reina por su marido, después de muerta, aluciné.

Me gustaba mucho hacer cuentas y escribir, muchas veces, cuando mi tío se sentaba en la mesa para hacer sus cuentas, yo, imitándole, cogía otra silla y me ponía a su lado escribiendo con él, así, yo jugaba a ser mayor. Y, haciendo un garabato en el papel le decía: -" ¿Padrino, es esto una letra?"- Y, él, con paciencia infinita, me contaba y corregía al mismo tiempo: -"No, no es una letra"- Pero, con la típica pesadez de los niños, volvía a hacer otro garabato y volvía a preguntarle…

Los vecinos de aquella escalera eran muy variopintos, pero, muy buena gente, como ya he dicho antes.

La única nota discordante de aquella escalera era la portera y su hijo, un auténtico terror para todos los críos de la escalera. Su afición favorita era la de atizar con la escoba a todos los críos que entraban o salían del edificio.

La madre era una mujer algo entrada en carnes, con el pelo desgreñado y eternamente malhumorada. En cambio, el hijo, no estaba mal, era bastante atractivo, alto, moreno; pero, rivalizaba con la madre en mala leche. No gozaban de mucha simpatía en el barrio.

Con el tiempo los años fueron pasando y nuestra situación lejos de mejorar fue empeorando y mi familia se vio obligada a dispersarse y, sólo coincidíamos en las comidas.

Mi padre por medio de un amigo encontró una barraca donde vivir, pero nos echaron ella porque la dueña cogía nuestro dinero y no pagaba.

Cuando entré, por fin en la adolescencia me puse a trabajar con la idea de arreglar la situación económica de la familia.

Comencé a trabajar a la temprana edad de 13 años. Entré en una sastrería propiedad de un catalán. La mujer era, como yo, de Cartagena. Y, empecé ganando 10 pesetas, la primera semana, pero viendo, que ya sabía coger el dedal y picar cuellos y solapas, me subió el sueldo a tres duros. Siendo tan espabilada, como era, acabé siendo la chica de los recados, hasta que, un día me harté y le dije a una compañera que tenía que hacer los recados igual que yo.

Resulta que la dueña tenía la mala costumbre de escuchar tras la puerta, me oyó quejarme y, se lo dijo al marido y, así, acabaron mis recados.

Los dueños del taller no tenían hijos y, a menudo, me iba con ellos en las vacaciones o algún fin de semana. Y, entonces ni se oía hablar de la anorexia. Yo, comía y comía, y, nunca me veía harta, era un pozo sin fondo, estaba creciendo. Y, el marido, que era muy tacaño, le decía a su mujer: -" No li donis tant de menjar a la nena, que la posaràs malalta"- Yo creo que lo que de verdad le preocupaba era ver como disminuía su despensa…

También se pusieron a trabajar mis hermanos y, en especial, el mayor, que con dos años más que yo, ya hacia algún tiempo que estaba ocupado. Comenzó en una fábrica de vidrio, pero como era perjudicial para su salud, tuvo que dejarlo. Era un trabajo de demasiada envergadura para sus pocos años, sólo contaba con 12 años de edad, enfermó de ictericia y se le deformó el pecho.

Entonces, paso un período de tiempo no demasiado largo y entraron a trabajar los dos en un taller mecánico.

Un año más tarde mi madre cayó enferma con la Tuberculosis y ya no se recuperó, fallecería años más tarde justo el día anterior a la celebración de mi boda.. Durante un tiempo  vivimos en una barraca que sólo tenía dos habitaciones y un pequeño comedor que hacíamos servir como cocina, disponía de un pequeño fogón detrás de la puerta y aunque carecíamos de agua corriente, luz y gas, para nosotros era pura gloria, ya que era nuestro primer hogar. Y, aquí duramos unos dos años y pico, tuvimos que irnos, entre otras cosas, porque querían edificar y expropiaron los terrenos".

A partir de este momento todo lo que suceden son desgracias y mucho sufrimiento, por lo que hemos decidido quedarnos en este punto ya que podemos decir que es el final de una infancia que, a pesar de las circunstancias, fue muy feliz.



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